14 de junio de 2006

Urbanismo salvaje y nacionalismo

('Friend' - To M.F. by Philip Guston, 1978, Collection of the Des Moines Art Center, Iowa)

En un kiosco me encuentro juntos dos periódicos que dan noticia de dos formas de colonización, nacionalismo y urbanismo, que se ceban en la costa mediterránea:
“El nacionalismo catalán justifica la espiral violenta que sufre el PP” (
El Mundo)
“El urbanismo salvaje eleva un 40% el suelo edificado y se ceba en la costa mediterránea” (
El País)

La asociación se justifica, además, porque son dos fenómenos que comparten muchas cualidades: fulminantes, arrasadores, agobiantes, irreversibles, furiosos, totalitarios, corruptos, feos y excluyentes de una vida ordenada y libre. Y, sobre todo, caros, innecesariamente caros.

Urbanismo salvaje y nacionalismo no comparten en cambio la valoración que hace el gobierno de ambos jinetes, uno del Apocalipsis, el otro de última frontera: “El urbanismo salvaje ha alcanzado cotas que el Gobierno considera "insostenibles e irresponsables", según la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona” (El País)
Pero ambos son geológicos: el urbanismo destroza la naturaleza mientras que el nacionalismo deja en barbecho al PP y otros disidentes no censados.

En cuanto a las zonas de arraigo, ambos se ceban en la costa mediterránea, pero el urbanismo se ha especializado en territorio sioux: “Las zonas urbanizadas aumentan más del 50% en la Comunidad Valenciana y Murcia” (El País), mientras que el nacionalismo lo hace en tierras dedicadas al confinamiento de los indios en sus casas, sin derecho siquiera a la reserva. Vicio congénito del enemigo frente a virtud del aliado.

Los dos dejan como resto inasimilable un país nostálgico.