31 de agosto de 2007

Umbral, el rubor del orgullo.

Los homenajes, cuanto mayor protagonismo del difunto o ausente, más fieles. Y las opiniones sobre él, cuanto más autorizadas como préstamo de gentes del oficio de escribir, mejor. Decía Somerset Maugham, a propósito de un comerciante francés de teca que se encontró viajando por el norte de Siam (que así se llamaba en la época, años treinta), sujeto de carácter bronco, “mal educado y estúpido”, que “los hombres son más interesantes que los libros, aunque tienen el inconveniente de que no te puedes saltar ningún párrafo: tienes que leer, o al menos hojear, todo el libro para poder encontrar la página buena.” (El caballero del salón).

De Umbral no te puedes saltar ningún párrafo porque el hallazgo preciso, el apunte poético, el personaje disecado o enriquecido, la fibra histórica que hila con dos anécdotas, la narración ‘buena’, entrevera su obra.

Y de la identificación entre hombre y escritor, de la encarnación del primero en el segundo y del reencuentro del autor en su escritura, decía Umbral: “Quizá la literatura sea eso. Desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído. Toda lectura tiene, por lo menos, este doble fondo. Hay una superficie de prosa, de ideas, y debajo, como una figura inmovilizada dentro del hielo, está el autor". (Mortal y rosa, 1975).

(Umbral, espejo con azogue: tesis, síntesis y antítesis de la escritura en el autor. Y viceversa)

Esa resurrección de la carne sucede cuando se alcanza la belleza al haber dispuesto las mejores palabras en el orden justo para describir hechos y situaciones o fabricar ficciones. No sólo en poesía; también en prosa, el último refugio bogartiano de Umbral, desde el que disfrutaba de una posición privilegiada como francotirador de la estética. Su obra es un largo manual de seducción de la literatura, que lo rechazó tantas veces como admiró a través de casi todos los géneros. Su relación con la literatura es sensual, cálida, ambiciosa, totalitaria, no racional. Trabaja con tres dimensiones carnales: el tiempo, que sedimenta en su prolífica obra; la intensidad, que es la sección del tiempo que practica para apropiárselo y levantar el vuelo sobre realidades a menudo gallináceas (su querido hay que ser sublime sin interrupción); y el estilo, una ebriedad del lenguaje sin ver nunca doble. La escritura de Umbral es poliédrica no sólo porque añada dimensiones a realidades planas en cuanto conocidas o previsibles, sino porque entrega su “carne y sus huesos para que exista en su totalidad. Por eso son más reales los [sus] personajes de ficción que los de la vida real.” (W. Somerset Maugham, op. cit.).


Y a los personajes reales los descompone en planos con la plasticidad incisiva del cubismo:


De Cernuda y Gerardo Diego: “Gerardo le puso a Cernuda, en la ficha de su antología, los dos apellidos: Luis Cernuda Bidón.

-No le perdono a usted, Gerardo, el que haya aireado mi segundo apellido. Me perjudica.
-Pues agradézcame, Cernuda, el que haya dado su foto de frente. De perfil tiene usted una nariz impresentable. Gerardo se defendía con la audacia de los tímidos.
(...) Pero Luis no salía de sus intimidades y quimeras desoladas, siempre entre la realidad del efebo que cobra y el deseo hecho lenguaje.”


De Dámaso Alonso: “Dámaso me enseñó su biblioteca alta como se enseña una muralla romana y me enseñó su biblioteca subterránea como se enseña una bodega de vinos.
En sucesivas visitas me ponía mucha vodka con fanta.

(...) Gerardo lo mete prematuramente en su antología del 27 y no se equivoca: muchos años más tarde, Dámaso, el crítico de esa generación, el inquisidor de Góngora, daría grandes poemas.

(...) Luego fui vecino de Dámaso Alonso. Me lo encontraba en el banco o por los jardines del barrio, dando un paseo agotador, de sombrero y cuello de porcelana.

-Me ha dicho el médico que pasee, Umbral.
-Le acompaño un poco, Dámaso.
-En su libro Los males sagrados, Umbral, es ambigua la edad del protagonista narrador.

-La ambigüedad es deliberada, Dámaso, como usted sabe, y me parece que eso le añade poesía, por decirlo de alguna forma, al relato. Lo salva del costumbrismo. Del historicismo.”


[El costumbrismo como pariente pobre del historicismo, la gran acusación que las almas cándidas y lerdas le hicieron]


De Carpentier: “Fuimos buenos amigos y siempre que pasaba por Madrid me invitaba a almorzar en el Palace, con su esposa. El día que me habló de mi primer y lontano libro, un libro sobre Larra, sentí el rubor del orgullo o el orgullo del rubor.” (Trilogía de Madrid. Memorias, 1984).

Umbral, un rumor constante de literatura, un cuello de porcelana que sentía
el rubor del orgullo sin interrupción y por quien sentimos el orgullo del rubor por haberlo leído.

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7 de agosto de 2007

Carta sobre los ciegos para uso de los que ven.

De ilusión democrática también vive el elector, denuncia Rousseau, quien no se deja impresionar por las libertades que tanto enorgullecen a los ingleses y dice, en El Contrato Social, que la democracia representativa proporcionaba una libertad meramente ilusoria: “los ingleses se creen libres. Están terriblemente engañados. Son libres cuando eligen a los miembros del Parlamento; en cuanto éstos han sido elegidos, el electorado se esclaviza; no es nada”. El ilustrado antagonista del futuro sentido político y destino totalitario que tendría el Libertad, ¿para qué? pone de manifiesto el contraste de difícil solución social entre libertad y esclavitud, y ese binomio corre paralelo al juicio entre realidad y ficción. Que no queda en empate estéril, como pudiera parecer con su retorno al estado de naturaleza, sino que recoge de ésta la capacidad impulsora de la acción que tiene la pasión y el modelo de relaciones sociales que produce. Hume acredita con más sosiego que Rousseau la fuerza motriz de la pasión y deja a la razón como mera directora de esa orquesta emocional a concierto ya empezado.

Si una noche de invierno, dos viajeros: El cerrajero de la causalidad y diplomático de la inducción, David Hume, atraviesa el Canal de la Mancha una noche gélida de enero de 1766, en compañía de un perseguido político y religioso en apuros, Rousseau, al que había ofrecido paradójico refugio en la muy tolerante y para él dudosamente libre Inglaterra.

Atrás queda la nada representativa y muy absoluta monarquía francesa, que elimina toda sospecha de poder considerar la libertad política como ficción reprobable al encerrar a Diderot en la prisión de Vincennes en virtud de una orden real sin juicio previo, dictada por haber escrito su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, que contenía opiniones vistas como impías y ateas por los censores. Dice el amigo, contradictor y –finalmente- enemigo de Rousseau: “Este ciego juzga muy bien las simetrías. La simetría, que tal vez es un asunto de pura convención entre nosotros, lo es, en muchos aspectos, entre un ciego y los que ven. A fuerza de estudiar, mediante el tacto, la disposición que exigimos entre las partes que componen un todo para calificarlo de hermoso, un ciego consigue hacer una justa aplicación de este término. Pero cuando dice esto es hermoso, él no juzga, simplemente aplica el juicio de los que ven: ¿y qué otra cosa hacen las tres cuartas partes de las personas que deciden sobre una obra de teatro, tras haberla visto u oído, o sobre un libro, tras haberlo leído? La belleza para un ciego no es más que una palabra, cuando está separada de la utilidad; y con un órgano de menos, ¡cuántas cosas cuya utilidad se les escapa! (...) El único bien que les compensa de esa pérdida es tener ideas de lo bello, en verdad, menos amplias, pero más netas que los clarividentes filósofos que las han tratado con detenimiento”.

Esa simetría de la que habla Diderot marca el nuevo orden que inaugura la Ilustración; se muestra en el neoclásico del XVIII, en una organización social regida por la aristocracia y el despotismo ilustrado como cánones de la excelencia. Pero también -y esto es lo que nos la hace familiar- en la aparición de una burguesía que comparte salones y cambia los modos de vida y el uso e influencia de los libros, antes bajo el patrocinio eclesial o aristocrático y ahora publicados por suscripción mesocrática. Hábitos y modelos que surgen entonces y se admiran hoy desde la muy correcta clandestinidad y debida nostalgia, pero que siguen rigiendo nuestras vidas privadas aunque no las virtudes públicas. Las ideas de racionalismo, crítica y libertad confluirán en la catarsis fratricida por la fraternidad y el furor igualitario de la Revolución francesa pero ya habrán dejado como legado las formas de vida y de pensar que fundan la modernidad.

El ilustrado desplaza al dogma para dar paso al asalto entre razón y experiencia. El juicio propio -medido por la independencia, fundamento y libertad de criterio- y la utilidad de lo experimentado son condiciones previas para que la representación, sea política o artística, sea real, no ilusoria (ajena, prestada, esclava). Hoy, la participación en procesos colectivos, como unas elecciones o la vida interna de un partido político, se someten a la liturgia propia de los museos o las exposiciones populares de arte contemporáneo: se identifica al autor de la obra o del discurso para saber qué debemos entender, sentir y contar después. La respuesta de Rousseau a este espíritu gregario administrado por el clero la da en La profesión de fe del vicario saboyano (cuarta parte del
Emilio): "¿Qué función debe desempeñar el clero en la educación de los niños? Ninguna en absoluto". Pero sí los niños en la denuncia del clérigo.

La actualidad de la Ilustración es la vigencia de la doble batalla entre razón y pasión, experiencia y dogma -político o religioso-, moderada a veces por los ciudadanos con pragmatismo y humor: a las hogueras que también alumbran el Siglo de las Luces es arrojado por el senado de Berna el
Emilio, siguiendo los pasos de Sobre el espíritu, de Helvetius, y de La doncella, de Voltaire. El agente de la justicia encargado de recaudar los ejemplares impresos se presentó con los brazos vacíos ante el ayuntamiento de Berna e informó a los concejales: “Señorías, tras haber realizado todas las búsquedas posibles, sólo hemos podido hallar en la ciudad algún que otro espíritu y ninguna doncella”.

Pero el destino de tan ilustres ilustrados no siempre es el altar de la razón sino el mercado. En 1796 el jesuita Juan Bautista Colomés publica la sátira Les philosophes à l’encan, en la que vende a un mercader chino a los más significativos de ellos: Voltaire, Rousseau, Diderot, D’Alembert y Helvetius. Negociación divina con venganza clerical llevada a cabo mediante un diálogo entre Mercurio y Venus en el que se comprueba la primacía de la utilidad, tan cara a los filósofos de la época:

Chino: ¿Qué? ¿Habéis inventado una laca?

Voltaire: No lo digo por vanagloriarme pero ved todas las obras que he hecho en mi país. Tienen tal esplendor que nadie es capaz de deslucirlas. Esta laca disimula bien cualquier cosa, incluso la basura más repugnante. Todo adquiere belleza con su brillo (…) Sé además, Señor, que el mayor mérito de un comerciante como vos, es poder disfrazar la verdad a propósito, e incluso mentir rotundamente cuando lo exige la razón del interés. Y bien, yo mismo, cuando lo he creído ventajoso para el bien de la humanidad, me he propuesto disimularla sin el menor escrúpulo. Alejemos de nosotros esta tímida debilidad que sólo sabe decir insípidas verdades que todos conocen y que molestan siempre a quienes tienen la paciencia de escucharlas.

Chino: Pienso como vos. (…) Pero, decidme, ¿cómo reaccionáis cuando se descubren vuestras mentiras? La verdad resplandece ocasionalmente incluso a través de los artificios con los que se adorna.

Voltaire: Hace falta valor, se necesita osadía. He sostenido con audacia la mentira reconocida, utilizando otras mentiras aún más descaradas. Creedme: los hombres se cansan finalmente de ir tras nosotros para atraparnos. Es un fastidio para ellos entrometerse en nuestros líos para quitarnos nuestras armas. A fuerza de mentir llegará un día en que os creerán a pié juntillas o, asustados de vuestro valor, acabarán por estar de acuerdo con vos.

Chino: ¡Qué hombre tan valiente! ¿Cuánto, Mercurio, me pedís por este filósofo?”
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Referencias:
  • “El perro de Rousseau”, D. Edmonds y J. Eidinow, Ed. Península.
  • “Los filósofos en almoneda”, J. B. Colomés S.J., Univ. Alicante.
Retratos de Rousseau, con su kaftan de armenio (que usaba por una afección del tracto urinario, además de por extravagancia) y de David Hume, por su amigo común Allan Ramsay.

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1 de agosto de 2007

Atmósfera vertiginosa (dizzy atmosphere).

Lecturas de verano (II), reestrenadas (*) por el Sr. Verle:

Es cierto que, como dice la televisión, en un cincuenta aniversario es como cuando te levantas una mañana de domingo y se te ocurre escuchar un LP de vinilo. Eso es lo que la nostalgia hizo conmigo.

En distintos programas de radio llevamos escuchando últimamente con cierta asiduidad, un tema remasterizado que inmediatamente nos conduce a los viejos vinilos de jazz que conservas guardados con el arcaico plato que funciona de milagro. En una recopilación para su venta, cierto presentador ha resucitado ‘Swing Low, Sweet Cadillac’, una particular, irónica, jocosa pero grave, versión de Dizzy Gillespie del clásico espiritual antiguo ‘Swing Low, Sweet Chariot’ que solía interpretar desde años atrás. Y ha resucitado una de de sus últimas versiones grabadas que se encuentra entre álbumes muy escuchados por ti hace tiempo. Ha sido un tema en el que siempre Dizzy ha incorporado, aparte de sus improvisaciones con su original trompeta, unas letras que, por comicidad, pero sobre todo por dicción, lo han hecho característico.


Se dice que Gillespie aprendió a cantar, es un decir claro, del cubano que nunca estudio inglés Chano Pozo que, incorporado a su orquesta,
le aportó, con bongos y congas, influencias rítmicas con un sabor que luego se denominó jazz afrocubano y un par de temas por lo menos, ‘Manteca’ y el más logrado ‘Tin Tin Deo’ que quedaron incorporados al repertorio canónico de Gillespie. También, la prematura muerte de Pozo por sobredosis de drogas, dejó marcado a Dizzy, aunque no tanto como la psicotrópica descomposición de su amigo íntimo, el saxo Charlie Parker, con el que se considera que inventaron el bebop y con el que después de un glorioso 1945, con al menos cinco conciertos; cuatro, en febrero, mayo, junio y noviembre en la calle 52 de New York y el último, en diciembre, en Hollywood [de los que poseo grabaciones con esa fructífera colaboración entre Bird y Dizzy] no volvió a colaborar casi, nos consta una grabación en 1947, hasta el mítico concierto en el Massey Hall de Toronto en 1953. Habiendo seguido entonces desde aquel annus mirabilis, dos caminos suficientemente diferenciados, el de Parker, corto, muy corto, con Miles Davis, también trompeta y discípulo que supo brillar extraordinariamente por cuenta propia, y el de Gillespie con su Big Band, convirtiendo cada vez más un gran instrumentista en un gamberro, un payaso a veces, que en ese papel de alegre desacomplejado y despreocupado ocultaba todo el desencanto, la impotencia y la amargura que padeció y que casi utilizó la música como terapia, ya que como acabó confesando: “No quería hacer nada trascendente sino pasar un buen rato” o, al achacarle su comercialidad posterior a los 50, su cinismo: “Yo no estoy interesado en pasar a la historia, quiero comer”. Pero esa música, combinó simpatía por los ritmos afrocaribeños y sudamericanos con la esencia del bop, al que nunca pudo renunciar, con sus extrañas armonizaciones y disonancias, su pulso rítmico casi salvaje en pasajes de doble tiempo, en esa heterodoxa manera de tocar que hacia gala del mote, ‘dizzy’ (vertiginoso), que a John Birks Gillespie, su verdadero nombre, que había nacido en 1917 en Carolina del Sur, le habían asignado desde que aprendió a tocar la trompeta.
Bien, buscando en el trastero, hemos encontrado dos versiones grabadas del tema que nos ocupa, una en ‘Roulette’ y que corresponde a una olvidable sesión alimenticia dada en París, ante el papanático público de la sala Pleyel en febrero del año 53, por el Combo de Gillespie, que entonces contaba hasta con un vocalista, Joe Carroll, que hacia réplicas cómicas a Dizzy que siempre tenía que cantar, como si de un Louis Armstrong cualquiera se tratase. La otra versión, la ahora remasterizada, estaba en ‘Impulse’ y se trata de la que da título al LP que recoge las sesiones en Los Ángeles en mayo de 1967, de Gillespie en quinteto. Una versión ésta, donde las réplicas del saxo alto y flauta James Moody y una sólida actuación de la sección rítmica, piano, batería y bajo Fender, recuperan al mejor Gillespie fiel conocedor por instinto que sin progresión de acordes no puede haber ninguna lógica formal entre discordancia y resolución que sostenga una improvisación.

Swing low sweet Cadillac

La procelosa búsqueda ha dado otros frutos. Un Dizzy con sesenta años, sin atildaduras ni aderezos, con sabiduría, graba dos pequeñas joyas. Una sesión en Londres con el pianista Oscar Peterson en 1974 y otra en Las Vegas en 1977, con un casi octogenario pero inconmensurable ‘Count’ Basie, donde se escucha una lectura por ambos del añejo blues “St. James Infirmary” que rememora, a parte del clásico duelo de los cuarenta entre swingers y bopers, un origen común, una música seminal sin la cual ninguno de los músicos hubiera llegado al lugar donde, cual santos de nuestra devoción, los tenemos colocados en nuestra memoria. Venite adoremus.


© Sr. Verle. 2006.
(* Publicado en Blog Los Mares del Sur)

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