20 de noviembre de 2007

Dos cúpulas romanas en tiempo de olvido

Aparece en una botella muy buscada este texto de Dragut, que ha llegado sin deriva y se muestra sin fisuras. Su mejor presentación es que se salten estas breves letras de agradecimiento y se zambullan en él hasta encontrar cúpulas y linternas que alumbran paseos secretos por Roma. Anticipo intriga sobre la cúpula de San Pedro.

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(Para los amigos levantinos de un tiempo de ilusión. Especialmente, para mi querido fenicio).

[...]
Oimè quante ferite,
Che lividor, che sangue!, oh qual ti veggio,
Formosissima donna! Io chiedo al cielo
E al mondo: dite, dite;
Chi la ridusse a tale? E questo è peggio
Che di catene a cariche ambe le bracia;
Sì che sparte le chiome e senza velo
Siede in terra negletta e sconsolata,
Nascondendo la faccia
Tra le ginocchia, e piange.
[...]

Giacomo Leopardi. I Canti, 1831.

De los muchos monumentos que hay en Roma, dos se coronan con grandes cúpulas bastante conocidas. Otras muchas no lo son tanto, cosa inmerecida. Pero esas dos representan un gran poder, sea artístico como político. Me refiero a las cúpulas del Pantheon y de San Pedro del Vaticano. La primera, un gran poder ya extinguido que, sin embargo, es la impronta de una tradición civil que estúpidamente muchos quieren masacrar. La otra, un poder aún enorme, mitigado respecto a lo que un día fuera, pero ni de suerte desdeñable.

No entraré en cuestiones ideológicas o políticas y siquiera estilísticas. Me afanaré en lo que suele ser menos conocido, en su esencia constructiva y geométrica. En el fondo, subyace una interpretación dual de la realidad que suele categorizarse en las condiciones naturales y las esenciales de un sistema. Las naturales, la geometría y las esenciales, el equilibrio. Sólo apuntar que unas sin otras no existen y que su complementariedad es la que permite la existencia física de los fenómenos naturales (1), si bien me haya ceñido en mi ejemplo a la mecánica de los sólidos. Simple querencia de hábito que espero sepan perdonar.

Lo antes mencionado de la dualidad entre geometría y equilibrio comporta que son una misma cosa. Esto es, que la geometría de algo sólo es posible si permite el equilibrio y que, a la inversa, basta que un equilibrio sea posible para que la geometría del mismo se pueda verificar en un cuerpo físico concreto. Sin recurrir a demostraciones, las leyes de la termodinámica establecen que todo sistema tiende al equilibrio en un punto de mínima energía relativa. Cuanto menor sea dicha energía, mayor es la cercanía al óptimo. Así, de cuantas soluciones existan a un sistema, el óptimo será el que suponga un menor consumo. Tómese este consumo tanto desde el punto de vista termodinámico, como financiero o material. Los óptimos naturales consumen la menor cantidad de recursos y materia posibles. Así, ceñidos a lo anterior, la mejor cúpula constructivamente será la que mejor adapte su forma -geometría- al campo de fuerzas necesario -equilibrio- para su pervivencia.

Por curioso que pueda parecer, de lo antes enunciado se deriva que Miguel Ángel era un magnífico escultor pero un pésimo constructor, mientras que el que realizó la cúpula del Pantheon, desconocido, era un constructor genial. En realidad, los tiempos manieristas del Buonarroti no dejaban demasiado espacio al rigor, mientras que la sustancia romana era la expresividad máxima del mismo. Y he dicho bien, expresividad, que no expresión. Porque, por raro que parezca, la genialidad técnica no crea nada, sino que simplemente es capaz de sacar a la luz lo que conceptualmente ya existe, pero nada más -y nada menos-(2). Digamos, por empezar por el final, que la diferencia conceptual entre una y otra cúpulas es que, en términos más o menos banales, la de San Pedro aún no se ha caído y la del Pantheon nunca se caerá. La primera es una enorme escultura, toscota ella, y la segunda la más sublime expresión de lo que es una cúpula semiesférica.

Quede claro que no voy a hacer de iconoclasta y bajar del pedestal a Miguel Ángel. Quien al ver La Pietà no desee tórridamente ser Jesucristo, o no sienta el arrebato de martillar el Moisés de San Pietro in Vincoli, no tiene alma.

De vuelta a lo primero, en su limite óptimo, una esfera tendería a acarrear los esfuerzos en una superficie esférica, cosa del todo demostrable, lo que no pienso hacer para no aburrirles. Esta exigencia se estrella de bruces con el comportamiento de los materiales pétreos, entendiéndose por ellos tanto la propia piedra -sea cual sea su aparejo-, como el ladrillo, el cemento, el mortero o el hormigón. La traba reside en que estos materiales no soportan apenas la tracción, ser sometidos a estiramiento, en términos legos. Simplemente, se parten con poquísimo esfuerzo. Como en la base de las cúpulas semiesféricas se desarrollan fuerzas de tracción -de estiramiento- en la dirección anular, si el material de constitución es pétreo, se fracturará sin remedio. Por tanto, en ambos casos, San Pedro y el Pantheon, realizadas ambas cúpulas con materiales pétreos, deberían estar fisuradas o fracturadas en dirección radial, ya que las fisuras -cosas de la condición tensorial y ortogonal de los campos de tensiones- se desarrollan en dirección perpendicular a las tracciones. Sin embargo, San Pedro tiene fisuras en las que cabe una mano, mientras que el Pantheon está incólume.

¿A que nunca pensaron que alguien les hablara de Roma haciendo referencia a la mecánica de sólidos, a las condiciones que estructuran un fenómeno natural y con un cierto aderezo de arrebato católico-lascivo? Pues sí, el delirio es libre y llega hasta ahí y más lejos aún.



El origen de San Pedro del Vaticano es incierto. Vaticano procede de vaticinium, que así se llamaba esa colina en tiempos postromanos, por alojar un cementerio donde se hacían vaticinios por parte de sacerdotes de filiación cristiana pero ligados a ritos paganos. Aquel lugar tuvo por ello concepción sagrada desde mucho antes de que se concibiera siquiera la posibilidad de crear la iglesia madre de los católicos. Tuvo muchos avatares su construcción, interviniendo Bramante, Rafael, Miguel Ángel y Maderno, para, al final, tener que ser rematada por la cúpula de Miguel Ángel. Y ahí no acabó su tragedia constructiva. Pero eso lo relataré después.


La cúpula de San Pedro se asienta sobre un tambor que, sin ser muy esbelto, tampoco es demasiado rígido. Éste descansa a su vez en cuatro arcos de medio punto sobre las cuatro pilas mayores del crucero. Pues bien, si se traza un ángulo desde la vertical que pasa por el vértice de la cúpula, donde está la linterna, de unos 30-35º hacia la base de la misma, encontraremos que no hay fisuras. Sin embargo, desde esa posición hasta el arranque, las fisuras en dirección radial -según los meridianos- aparecen sistemáticamente en toda la superficie. Desde la distancia o sin saber que existen pueden no verse, pero de cerca y sabiéndolo se ven claramente. Ya les digo, cabe una mano en cada una de ellas. Y no tiene remedio, nunca dejarán de existir.

Imagino que a alguno de los que lea esto le asaltará la duda de si, habiéndose fisurado, la cúpula ya no es tal, sino que en su base es una serie de gajos radiales inconexos, pues las fisuras han separado el continuo en partes. Efectivamente, la cúpula de San Pedro, en la mayor parte de su superficie no es una cúpula desde el punto de vista mecánico, porque se ha roto la continuidad geométrica. Acudiendo a lo dicho al principio, si ha cambiado la geometría, o ha cambiado el equilibrio o la cúpula debe caerse. Pero no se cae. De hecho, el equilibrio cambia y no colapsa porque existe un equilibrio posible para la nueva geometría, por fortuna para el Papa, que puede sentarse tranquilo bajo el baldaquino sin peligro de que se le desplome la cúpula encima (3). Esto es lo que se puede definir como la capacidad dúctil de los cuerpos. Es decir, de adaptarse, si existe posibilidad para ello, a configuraciones distintas, conservando su existencia.

Sin embargo, esto lo sabemos ahora, desde hace no más de un siglo. Pero en el siglo XVIII, la ignorancia constructiva de Miguel Ángel estuvo a punto de llevar a la hoguera al pobre Poleni. Como existía la experiencia de cientos de cúpulas de iglesias que se habían caído tras aparecer fisuras, el Papa Clemente XI creyó conveniente peritar la que le cubría en los días solemnes. Aparte de ello, habría sido un desastre de imagen para la Iglesia Católica, augurio de malos presagios, el que la cúpula de la iglesia mayor de todas -lo es también en tamaño- se viniera abajo. El tal Poleni, que era un físico y matemático prestigioso, hizo su estudio y llegó a la conclusión acertada de que la cúpula, a pesar de fisurada, era estable y segura. Vino a decir que se comportaba como una serie de arcos radiales, como gajos que se contrarrestaban unos a otros en el anillo de la linterna. Perfecto. Sin saberlo, andaba ya enunciando uno de los principios de las leyes de carga última de las estructuras. Pero los malos consejeros, es decir, los habituales consejeros de todos los poderosos, convencieron al Papa de que Poleni era un ignorante que quería dinero y abusaba de su fama sin importarle la integridad del Santo Padre ni la de la cúpula mayor de la Cristiandad. Mucho le costó al pobre hombre no acabar en las llamas. Por supuesto, no llegó jamás a cobrar su trabajo, por más que dijera la verdad y hubiera acertado plenamente.

Después de que Poleni fuera apartado del asunto, se decidió colocar cadenas de hierro circunferenciales alrededor de la hoja interna de la cúpula, para asegurar que las fisuras no progresarían y no se vendría abajo la construcción. Vano intento, porque tales cadenas no tenían ni por asomo la capacidad de contrarrestar el tirón a que se verían sometidas cuando la cúpula siguiera asentándose, y se partieron.

El que la cúpula siguiera asentándose se debe a la propiedad de fluencia de los materiales pétreos. Sin entrar en mucha hondura, se trata de que todo material pétreo tiende a una relajación, muy lenta y a tiempo infinito, que hace que se aplaste y se desparrame. El ejemplo más sencillo es un helado en fusión lentísima.

En definitiva, la construcción de Miguel Ángel ni es cúpula esférica ni es nada, sino una chapuza constructiva enorme.

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El Pantheon hoy lo conocemos como un edificio aislado, pero formaba parte de un conjunto que delimitaba el norte del centro de la Roma imperial, extendiéndose desde allí hacia las afueras el Campo de Marte, lugar sagrado destinado al culto de los muertos públicos -el Mausoleo de Trajano o el de Adriano, por ejemplo- en medio de un campo fingidamente virgen. También tenía el destino del entrenamiento de atletas y soldados. Por él entraban los emperadores victoriosos, después de haber pasado el Rubicón, dejando sus tropas en la orilla alejada de Roma. Volviendo al edificio, fue levantado en el siglo I por orden de Agrippa, centurión a las órdenes de Adriano (4).


Pudiera pensarse entonces que, siendo también de material pétreo el Pantheon y de forma esférica, debería haber corrido igual suerte que San Pedro. Sin embargo, no es así. De tamaño es sólo un metro de diámetro más pequeña que la del Vaticano. En realidad, la de San Pedro se construyó para ser más grande que la del Pantheon. Y mientras que la de San Pedro tiene dos hojas, ésta tiene sólo una, lo que la hace más pesada. Sin embargo, está del todo incólume, sin el menor asomo de fisuras.

La razón estriba en tres diferencias fundamentales. La menos relevante es que el material de que está hecha es calcestruzzo, lo que viene a ser el cal y canto patrio. En realidad, el cal y canto es cosa mediterránea. De hecho, es algo tan sencillo de hacer que el actual hormigón, salvadas las distancias en cuanto a producción industrial y fiabilidad, es lo mismo que lo que se utiliza desde siempre: una argamasa de piedras con un conglomerante de fraguado aéreo o hidráulico. El caso es que el calcestruzzo es de fluencia muy baja, mucho menor que la fábrica de ladrillo y piedra de San Pedro. Esto supone que tenderá a fluir mucho más tarde. Ya le lleva 1500 años de adelanto y no está nada aplastada respecto a lo que lo está San Pedro.

Otra diferencia es la presencia de la linterna. Ésta hace que en la forma esférica aparezcan mayores tracciones anulares y hasta una altura mayor. Así, la cúpula de San Pedro, está más fisurada de lo que le habría correspondido de no tener linterna. Pero mejor con linterna. Si no, sería un adefesio mayúsculo.

La del Pantheon, por el contrario, no tiene linterna y eso es una mejora constructiva. Pero la razón fundamental, la que Miguel Ángel desconocía, es que el sistema de equilibrio del Pantheon sí coincide con el de la forma esférica y, así, no se fisura y no muta el sistema. Es de forma perfectamente semiesférica y el tambor es masivo y tan alto como la propia cúpula, lo que supone que se inscribe la esfera completa perfectamente en el volumen capaz del edificio. Es simplemente un cilindro con una semiesfera encima. De una rotundidad canónica que hace las delicias de nuestra engañada percepción, siempre guiada por patrones gestálticos inadvertidos.

La sutil diferencia geométrica con respecto a San Pedro es una serie de gradas circunferenciales sobre el extradós de la cúpula. Son visibles desde fuera claramente, sobre todo si se llega al Pantheon por detrás, desde Largo Argentina (5). Pues bien, esas gradas exteriores no son más que un peso añadido precisamente en la zona en que, en caso de no haber existido, se habrían producido las mismas fisuras que en San Pedro, si bien en una zona menor por la ausencia de linterna. Ese peso consigue que el equilibrio de fuerzas se ciña a la esfera y que las perniciosas tracciones de la semiesfera se cambien por compresiones, que son el esfuerzo que los materiales pétreos resisten a las mil maravillas sin fisurarse. Genial, absolutamente genial. Si Miguel Ángel hubiera sabido acunar su talento sublime en el conocimiento de la construcción romana, su cúpula habría sido bien otra y, con toda seguridad, una maravilla.

Por todo lo anterior es por lo que sostengo que la cúpula de San Pedro es una cosa tosca y pobre, más encaminada a las almas decadentes e impresionables, mientras que la del Pantheon es una preciosa creación para espíritus más desnudos y sinceros.

Y no mecánica, sino de alma reventada, es la cuestión de cómo se ven una y otra cúpulas. La de San Pedro es una cúpula más y, como ella, las hay a cientos e infinitamente más hermosas por el mundo entero. Desde fuera, a lo lejos, supone un buen referente de la escenografía trasteveriana de Roma. Desde dentro es feota como ella sola. Sin embargo, el Pantheon es la maravilla que aparenta tosquedad exterior, que no es tal. Al revés, un ojo bien guiado por el corazón tiene que advertir lo magno de sus proporciones, seguro. Pero verla por dentro es rendirse ante una belleza conmovedora, ante la concepción más lograda de la representación del infinito en un espacio finito. Cuando el sol penetra por el óculo y se quiebra en los entrantes de los casetones, en una composición de curvas con rectas inigualable que crea penumbra de reflejo indirecto, se cree morir de expansión de las emociones, las más turbias y sublimes a un tiempo. Y ver llover por el óculo es saber que se puede morir de pasión por lo inalcanzable.
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Así, transido, hay que salir e irse andando al atardecer al Trastevere, por la via Garibaldi subir hasta la Fontana dell'Acqua Paola, y recorrer el Gianicolo, mirando la luz del Adriático cercano lamer de sangre triste las fachadas sobre el Tíber, anaranjar la cúpula de San Pedro y encenderse al fondo el Castel Sant'Angelo, mientras el Pantheon se oculta discreto en la sombra del monte. Unos pasos más, bajar hasta el Ponte Sisto, atravesarlo, y dejarse acuchillar el alma entre las calles romanas, herido de muerte tras ver la Tiberina languidecer sobre la corriente. Y entonces olvidar todo para siempre, morir.
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(1) Esto explica por qué los fenómenos naturales, al expresarlos en ecuaciones diferenciales, derivan siempre en formulaciones de términos pares y resultan imposibles los impares. Fortuna que permite que estas ecuaciones sean resolubles, analítica o numéricamente. Los casos más conocidos son los de la Laplaciana y la doble Laplaciana, tan usados en los modelos físico-matemáticos.
(2) Sobre esto hay unos escritos de Heidegger, densos y magníficos, en
Construir, habitar, pensar y en La pregunta por la técnica. Los recomiendo.
(3) Una broma parecida en una clase a mis alumnos de 6º de la universidad me valió la protesta de un grupo católico, que la llevaron hasta el vicerrector de no me acuerdo qué área. Suelo pisar poco esas instancias y me intereso nada por ellas. El caso fue que el vicerrector, un tipo adusto, muy convencional y en su sitio, al contarle que había hecho una broma sobre el Papa hablando de comportamiento no lineal de cúpulas de piedra, se doblaba de risa. Le pareció que, efectivamente, mis alumnos católicos no andaban muy bien de la sesera si se molestaban por eso. Acabó despidiéndome sonriente y prometiéndome rezar por mí el domingo siguiente en misa. Ni me acuerdo de su nombre. Dios me castigará desplomándome alguna cúpula encima, seguro.
(4) De Adriano se conserva la
Villa Adriana, en Tivoli, muy cerca de Roma, una construcción sublime. Sólo cabe llorar de emoción al visitarla.
(5) En el corto recorrido entre
Largo Argentina y el Pantheon, queda sobre la derecha una pequeña plaza, en cuyo centro se dispone una de las más hermosas y sorprendentes esculturas de Bernini, representando un elefante que porta un obelisco encima. Es del todo fascinante. También por lo pequeña que es. Resulta irónica, mágica y tierna.

(Escrito por Dragut)

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9 de noviembre de 2007

Tiranía, despotismo y democracia.

Maurice Joly, en su Diálogo en el Infierno, sitúa como antagonistas en tan incómodo lugar a Maquiavelo y Montesquieu, enzarzándose en el viejo combate entre tiranía, despotismo y su sustituto, la democracia. Un duelo figurado entre quién tiene el poder y quién lo quiere, con quienes aparentan elegir a ambos como espectadores de primera fila que gritan sobre el arte de gobernar.

Joly, abogado ante los tribunales de París, llevó una vida azarosa empujado siempre por su espíritu de contradicción. Fuguista de colegios cuando niño y de la justicia de mayor por su crítica mordaz y permanente tanto a Napoleón III y los defensores del Imperio como a Víctor Hugo y los republicanos, terminó pegándose un tiro como inútil pero rotundo broche de su frenética disidencia. Su Diálogo en el Infierno fue introducido en Francia clandestinamente pero como varios de los contrabandistas pertenecían a la policía fue arrestado, condenado y recluido en prisión durante dos años. La edición fue incautada y sus obras hubieran caído en el olvido de no ser porque un ejemplar del Diálogo cayó en manos del falsario redactor de los Protocolos de los Sabios de Sion. Devoto de la libertad coincidirá con Maquiavelo en que la supuesta democracia es un refinamiento del despotismo y con Marx en que oculta en realidad explotación y dominio.

El juramento del Juego de pelota, Jacques-Louis David, (boceto de 1791):
Lectura de la Declaración constituyente de la Asamblea Nacional por Bailly.
Robespierre (en primer plano, con las manos en el pecho) presta juramento.




El tránsito de la tiranía a
la democracia comprende estaciones de paso en las que se presentan a la vez y como pasajeros aparentemente contradictorios el estado-nación y la monarquía absoluta. Hasta el reinado de Luis XIV las leyes francesas se sancionaban con la frase “en presencia y con el consentimiento de prelados y barones”; desde el Rey Sol ese cierre se cambiaría por “el rey ha resuelto por deliberación de su consejo”. La secularización del poder había empezado antes con Tomás de Aquino pero no la de su origen: éste admitía las autoridades seculares sólo si formaban parte del designio divino para organizar a los hombres en comunidad política. La teoría política moderna llega con Maquiavelo, quien vive la democracia de Florencia y conoce al mismo tiempo la oligarquía de Venecia y la monarquía de Nápoles. Formas políticas contrarias de organizarse la sociedad que suceden al margen de sus pensadores. Maquiavelo responde a la concepción divina del poder vigente hasta ese momento no con una norma moral de la conducta del príncipe, de la política, sino con una guía empírica de cómo debe actuar éste para prevalecer. La materia de que está hecha su teoría es la naturaleza humana, igual en todo tiempo y lugar, y dos de sus rasgos más tercos: la aspiración al dominio que tienen todos los hombres y su atracción por el mal. El miedo y la fuerza se imponen siempre a la razón.

Este horizonte inmutable es impugnado por Montesquieu con el martillo de los derechos políticos golpeando la campana que anuncia el fin del primer asalto y la derrota de la tiranía a los puntos. El francés representa la fe en el progreso y en una tendencia social por la igualdad que acabará con el absolutismo. En el fondo cree en una pasión colectiva reparadora de la opresión que, más allá de la razón y del progreso material, comparte naturaleza con la pasión de mando que define al hombre y determina sus formas de poder. A su pesar, coincide con Maquiavelo en pasiones fatales contra las que la razón poco más puede hacer que acusar con el dedo.

Pero mientras los boxeadores componen figuras el combate no ha terminado porque las evidencias se desmontan a golpes dialécticos. Un Montesquieu retador emplaza a Maquiavelo a explicar con qué medios puede el príncipe mantener el poder absoluto en sociedades políticas que descansan sobre instituciones liberales y representativas de la voluntad del pueblo. Maquiavelo acepta el desafío respondiendo: “El despotismo aparece siempre a vuestros ojos con el ropaje caduco del monarquismo oriental; yo no lo entiendo así; con sociedades nuevas es preciso emplear procedimientos nuevos. No se trata, hoy en día, para gobernar, de cometer violentas iniquidades, de decapitar a los enemigos, de despojar de sus bienes a nuestros súbditos, de prodigar los suplicios; no, la muerte, los saqueos y los tormentos físicos sólo pueden desempeñar un papel bastante secundario en la política interior de los Estados modernos.”

Firma de la Constitución de los Estados Unidos. De pie, a la derecha, Washington.
Sentados, al centro, Hamilton, Franklin y Madison.
(Oleo de Luis G. Glanzman, lndependence Hall).


Continúa con su crítica con
tra el progreso técnico: “Os confieso que muy poca admiración me inspiran vuestras civilizaciones de cilindros y tuberías” y político: “En nuestros tiempos se trata no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no simplemente de proscribir sus ideas sino de trastocarlas, apropiándose de ellas.”

Es un Maquiavelo que parece diagnosticar con precisión a nuestros gobiernos contemporáneos y encuentra en la disolución del espacio público el resorte del poder: ”El secreto principal del gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y los principios con los que hoy se hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al igual que los hombres se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden más, es posible entonces crear instituciones ficticias que responden a un lenguaje y a ideas igualmente ficticios.

Sin embargo, Montesquieu cree en el progreso que revoluciona el modo de organizarse la sociedad convirtiendo al súbdito en ciudadano por arte de su capacidad para elegir, al individuo objeto pasivo del poder en sujeto de derecho. Sociedades a las que llama “los pueblos nuevos que tienen la debilidad de darse constituciones que son la garantía de sus derechos”. Para él la comunidad se ha transformado en nación y el príncipe en gobernante al alcanzar la cima de su civilización, fundando el derecho público y dotándose de instituciones estables y democráticas (representativas). No es ilusorio el cambio de la forma del poder sino que son nuevas fundaciones de la sociedad que se constituyen sucesivamente mediante la discusión, la deliberación y el voto de los representantes de la nación. Los Estados Unidos serían un paradigma de ese amanecer del pueblo como nación democrática.

Muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793.
Frente a tan arcádica visión Maquiavelo replica con un concepto pragmático de la voluntad política del ciudadano y una autocita de El Príncipe: “Los gobernados siempre están contentos con el príncipe cuando éste no toca ni sus bienes ni su honor, y por lo tanto sólo tiene que combatir las pretensiones de un pequeño número de descontentos, que le será fácil poner en vereda.” Objeción salvada por el optimista Montesquieu con el sentido moderno de los derechos políticos como bienes públicos apreciados como privados por el ciudadano: “... que también incumbe al honor de los pueblos el mantenerlos [los derechos políticos], y que al atentar contra ellos atentáis en realidad contra sus bienes y contra su honor. (...) ¿Qué garantizará a los ciudadanos, si hoy los despojáis de la libertad política, que no los despojaréis mañana de la libertad individual? ¿Que si atentáis hoy contra su libertad no atentaréis mañana contra su fortuna?



Este empate incierto sobre formas de organización política procura deshacerlo Cioran con una evidencia en su
Ensayo sobre el pensamiento reaccionario, dedicado a Joseph de Maistre: “Lo trágico del universo político reside en esa fuerza oculta que lleva todo movimiento a negarse a sí mismo, a traicionar su inspiración original y a corromperse a medida que se afirma y avanza. Es que en política, como en todo, uno no se realiza más que sobre su propia ruina.

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