El miedo y la muerte
Una de las múltiples manifestaciones modernas del miedo es la sensación de pérdida de la verdad, la belleza y la virtud, es decir, de una humanidad idealizada que trasciende su destino maldito. Una fe en el hombre cuya liturgia conjuraba el miedo. La sensación de pérdida de la belleza por obra del cambio en los tiempos y la incertidumbre que su rápido ritmo genera, es tan antigua como el siguiente poema de Joseph von Eichendorff (1788-1857):
Ha terminado el reino de la fe,
está destruida la antigua magnificencia,
la belleza se ha ido llorando,
tan inclemente es nuestro tiempo.
Mucho antes, Epicuro de Samos predicaba en su ética sobre miedo y virtud, considerando al miedo como parálisis del ser humano y a la filosofía como ”medicina contra los cuatro miedos más generales y significativos: el miedo a los dioses, el miedo a la muerte, el miedo al dolor y el miedo al fracaso en la búsqueda del bien.” (José Sánchez-Cerezo de la Fuente)
Dando origen a la visión clásica de la muerte, Epicuro afirma: "La muerte no es nada para nosotros. Cuando se presenta nosotros ya no somos." "El recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada un tiempo infinito, sino porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible, en efecto, hay en el vivir para quien ha comprendido que nada temible hay en el no vivir."
(Marcel.li Antunez: 'Epizoo')
Esa cultura de la muerte, nacida y criada por los vínculos naturales de la comunidad con la supervivencia, desaparece a medida que el progreso material reduce la incertidumbre sobre la vida y la necesidad de cohesión en sociedades complejas elimina la responsabilidad personal en la propia muerte, condenando el suicidio o compartiendo con otros el acto de morir en la eutanasia. La eutanasia triunfa como rito colectivo que conjura el miedo a morir. Celebra una doble complicidad: la asistencia al suicidio por parte de los conjurados y su retransmisión por los medios como representación y tragedia valiente que une a los espectadores. La intimidad y trascendencia de la muerte, junto a la responsabilidad, son expropiadas mediante el placebo tranquilizador del individuo contemporáneo que son esos mecanismos de cohesión. El muerto real es la libertad de morir. Esa transferencia de responsabilidad, esa liturgia de falsa complicidad alrededor de la eutanasia es un episodio más de la fobia pública al conflicto y a la intransferible competencia de quien lo vive. En este caso, fobia a la muerte, es decir a la vida.
Del mismo modo que el náufrago entraba en religión al verse en trance de morir, nuestros modernos náufragos entran en sociedad al encontrarse en peligro de invalidez o dolor. En el primer caso, para que Dios le librara de sus pecados; en el segundo, para que los espectadores le libremos de la libre elección de morir y bendigamos su supuesta opción. Morir dignamente es, ante todo, morir personalmente.
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