18 de mayo de 2008

Mayo del 78 en París

(*) Por edad y una temprana vocación de conocer mundo a costa del contribuyente, en este caso la familia, me encontraba en mayo del 78 en París. Me había matriculado en La Sorbona porque creía que la solemnidad de sus edificios clásicos inspiraría algo las notas fin de curso, compensando así mi firme decisión de no estudiar economía matemática. Además, su situación céntrica facilitaba la huida de cualquier tentación de estudio que pudiera asaltarme en la claustrofóbica atmósfera propia de los campus. Ante el rumor creciente de la holganza, mi familia -que por entonces abrazaba un inoportuno calvinismo de ocasión- me retiró la mitad de la pensión, ya de por sí exigua. La inminente ruina me obligaba a seguir una dieta estricta de donuts y perritos calientes flácidos, ya que no pensaba renunciar a mi asignación semanal para cerveza. Un hombre se labra su futuro desde muy joven haciéndose sus propias costumbres y ésa me parecía de provecho.

Cuando el sexo apremiaba acudía al Museo de Tradiciones Populares o a las secciones de antigüedades del Louvre, donde siempre había alguna estudiante de etnología o arqueología curiosa por las costumbres de los primitivos del sur. El resultado era muy desigual pero una vez conocí a un sujeto que, si bien no me hizo el mismo papel, me enseñó un método que presumía infalible para este menester básico. El tipo se apostaba a la salida de los baños y las bibliotecas de las facultades y les proponía con acento exótico a las alumnas follar directamente. El ahorro de protocolos y cenas que eso suponía me entusiasmó y probé el método en las fábricas textiles de los suburbios, repletas de jóvenes soñadoras y casaderas, pues prefería con mucho la espontaneidad de la obrera al existencialismo triste de la universitaria. Pero al tercer intento recibí una somanta proletaria de palos por parte de sus recios y puritanos camaradas que me quitó las ganas de repetir el ensayo. Fallando museo y fábrica, inteligencia y trabajo, sólo quedaban las fieles putas.

(Cartier-Bresson, Detrás de la Gare St Lazare)

Mientras tanto sucedían cosas de mayor cuantía: se celebraba discretamente el 10º aniversario del Mayo original. Ajeno al espíritu conmemorativo me encontraba cada vez más acuciado por las deudas y las dudas. De las primeras decía un tal Duhamel, al que nunca llegué a conocer, que eran privilegio de la riqueza, así que no me preocupé por ellas. De las segundas no sabía si se debían a la lucidez o a la ignorancia, así que iban aumentando. En medio de ese marasmo completaba mi formación moral leyendo tebeos de Spiderman y las salvajadas lúcidas de Boris Vian, comprados de segunda mano a los tratantes del Sena. Entre ellos conocí a dos mercachifles curiosos, un árabe de melena larga y conciencia desharrapada que tenía su cuchitril en la esquina del puente Mary y un anglicano estricto que me fiaba a disgusto pero a cambio de que le contara historias románticas de guerrilleros españoles.

El librero inglés, harto de prestarme sin rédito pero cómplice de mi desidia, me dejó elegir entre dos libros de difícil venta: Del inconveniente de haber nacido, que parecía escrito por mis padres hartos de mi pertinaz pereza, o Mortal y Rosa, de título equívoco y, por tanto, lectura fácil de descartar sin remordimiento. Del primero entreví esta opinión prehistórica: “Hubo un tiempo en que el tiempo no existía…”, una alusión poco cortés a mi vida parisién. Desocupado como estaba leí el segundo sin aliento y me topé con esto: “Lo que queda después de ti, hijo, es un universo fluctuante, sin consistencia, como dicen que es Júpiter, una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse. Si no, haría ese gesto y nada más”. Saltando como un canalla por encima del dolor ajeno intuí que aquel libro sólo lo podía haber escrito alguien que había destilado su juventud en pensiones umbrías de coliflor, en un país de miserias y dignidades. Y que había que volver corriendo a España para vivir en directo ese desguace del realismo y probar la promiscuidad de sol y sexo.

Llegué a Atocha una espléndida mañana de junio. Mujeres de juventud mortecina y bata ajada seguían pregonando fondas para transeúntes pero ya con la mirada esquiva de farola vieja, sabedoras de su próximo fin. Los viajeros bajaban del tren apresurados, regateándolas con frenesí de futuro. Un maletero antiguo, jorobado por la jubilación de su oficio más que por la costumbre de la carga, me pidió una cajetilla de Camel como última voluntad. El cambio era rápido e inapelable. Se retiraban escupideras de los bares y al poco cesaba su dueño. Cerraban carnicerías de caballo, tapiceros, modistas, remendones, lampistas, revendedores, secretarios particulares, correveidiles, porteros, parteras y vecinas.

El viejo país, tan devoto de catarsis como alérgico al progreso que sólo permite la tradición, abría una carnicería moruna para exhibir el despiece del poder, a cuyo olor acudían las moscas ociosas y ávidas de novedad, a la toma de Bastillas locales. A la sociedad se le iba poniendo la piel de novia y ya sólo quedaba pasar el antifranquismo sin terminar hecho un idiota. Entonces no sabíamos que el furor de esa rebelión de corrala duraría lo mismo que la dictadura ni que cambiaría ese mundo antiguo por un tacto de skai. No lo sabíamos por ignorar lo que era ser un idiota.

(* Publicado en Nickjournal 12 mayo 2008)

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10 de mayo de 2008

Herniados, quebrados, leed.

En El País de ayer, rincón inferior izquierdo de la portada, aparece un anuncio de artículo que sigue en páginas interiores: El toque de la izquierda. La entradilla-cebo es de escapulario: “La mejor manera de que no exista racismo es echar a los negros. Es un argumento de la derecha para alejar los miedos. La izquierda empieza a descubrir el mismo guión.” En tiempos de necesidad e inocencia esas esquinas de las portadas se destinaban a anuncios de relleno o de auxilio social, como aquél de “Herniados, quebrados, leed”. La técnica publicitaria sigue igual, con la oferta de una prótesis tranquilizadora para lectores quebrados de izquierdas. Sin la maldad atávica de la derecha, ¿cómo sobrellevar la hernia?

En el origen fue Espiados con cámara oculta, después Observados en público y cerrado, desde hace poco Perdidos, ahora Encadenados. La realidad termina pareciéndose al reality show, dando la razón a Picasso cuando contestaba al reproche de que su retrato de Gertrude Stein no se parecía al modelo: "Descuida, que ya se parecerá..."

Sabroso, incisivo y canino artículo de Félix de Azúa sobre una náusea existencialista producida por la invasión de la cultura, muy sartreana malgré lui: Cultos hasta la náusea. Se pasea por el alambre de la denuncia de la cultura como cemento social (“...ya que la cultura es hoy el único contenido de nuestras vidas, como en otro tiempo lo fue la religión”) con riesgo de caer en la denuncia como cultura, en una eterna dependencia e inútil correr tras la capacidad de asimilación propia de la cultura de Estado.

Primero fue todo religión, luego política (¿se acuerdan a finales de los 70?) y ahora todo es cultura. La política sustituyó a la religión como colonizador del territorio común de los individuos, confiscándolo como público. Ahora la cultura se apropia de lo público como social y hace su deslinde y desmonte mucho más difícil: “La eliminación de lo político en la vida individual mediante una tutela estatal sobre todas las actividades del ciudadano (asimiladas como "culturales"), elimina también la génesis del diagnóstico y reúne al izquierdista utópico y al liberal radical en la misma prognosis.” Sin embargo, la distinción que hace Azúa de objetos culturales entre valores y mercancías no es de recibo, ya que son precisamente los valores los más comercializados. Véase si no la rentable operación de marketing hecha por el Barça con la solidaridad como negocio a través de su publicidad gratuita de Unicef. Negocio doble, por económico e influencia cultural, que demuestra la conversión de cualquier valor popular (es decir, con capacidad de transformarse en aglutinante social) en nutriente objeto cultural, operación en la que desaparece la autonomía del individuo como posible sujeto de tal valor. “La cultura del poder propone de una parte objetos culturales como no-mercancías, como valores autónomos que no deben ser sometidos a mercantilización (la identidad cultural, el patrimonio nacional, los creadores autóctonos, etc.), pero por otra parte protege de modo incondicional (y acorde con el sistema, especialmente en los gobiernos simbólicamente socialistas) los beneficios del empresariado cultural.” La mercantilización no es más que el envoltorio de esta democracia cultural.

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5 de mayo de 2008

Sin palabras

(*) Cuando niño me propuse no leer el resto de mi vida. La costumbre de un pariente que leía con voracidad hasta los prospectos de los medicamentos influyó en esa absurda decisión pues, con infantil acierto, deduje que una persona con esa costumbre estaba muy enferma. Pero también contó un precoz espíritu de rentista, ya que me parecía la mejor inversión para disponer de tiempo libre, para poder perderlo, por supuesto, que es la única prueba de que se tiene. Fui creciendo sin mayores contratiempos que el alivio de la expulsión del Bachillerato, una ampliación de capital que aumentaba el bien tan preciado del tiempo libre. Enseguida llegó la ocasión de cumplir uno de mis propósitos juveniles: liberar los días de sus conmemoraciones culturales, disfrutando del inmenso regalo que era ignorar las ferias del libro, tanto la de novedades como la de lance, que me parecían el estreno y reestreno de la misma servidumbre. Elegí un deporte coherente con mi renuncia libresca, la lucha libre, ya que sus programas de mano eran escuetos y apenas había literatura a su alrededor que distrajera del espectáculo.

Todo transcurría apaciblemente hasta que un revés de la esquiva fortuna en esa adolescencia social que fueron los felices 80 me obligó a buscar trabajo. Por entonces ya era un asiduo de las veladas de lucha libre que se celebraban en plazas de toros portátiles y cabezas de partido olvidadas por las autonomías, cuando no de manera clandestina –que eran las buenas- pues su época de esplendor en los 50 y 60 había pasado. Allí hice amistad con El Samán Tropical, un luchador de origen y nostalgia cubana venido a menos porque su afición por los libros menguaba su natural agresividad. Estudiaba las posturas del rival como un entomólogo las patas de un escarabajo y para cuando las había reducido a una taxonomía de ocasión ya estaba tendido sobre la lona. Era digno de ver cómo devoraba las novelas de Marcial Lafuente Estefanía en el vestuario, soltando sentencias entre linimentos, miradas asesinas de sus compañeros y furtivas de algún pretendiente. A las que no sucumbió, que la literatura había reforzado su virtud. Para resolver el percance laboral me hice apoderado de El Samán, quien completaba su cultura llevando un puntual diario en el que escribía las más rocambolescas observaciones con unas faltas de ortografía del tamaño de su querido cuadrilátero. Entre ellas un contundente “Para qué escribir”. Sin ser leninista era intuitivo y razonaba con mérito sobre la condena a la escritura que acecha a todo lector. Mi mecenazgo de El Samán ponía en peligro por contagio la temprana decisión de convertirme en un hombre de provecho. Una nueva amenaza, la escritura, se cernía sobre mi incierto temple. La caída estaba anunciada y con el tiempo ese cúmulo de casualidades que es el destino me trajo a este Nickjournal, viéndome ahora cual galeote condenado a escribir con frecuencia, sin renta y sin saber de qué, salvo de no escribir.

La solución a la indiferencia asegurada vino una vez más de la manaza de El Samán. En el cuaderno de hule sobado que acogía con resignación y una goma sudada sus diarios repletos de manchas encontré una pista sobre el testamento que sellaba la renuncia a la actividad literaria por parte de un tal Hugo Von Hofmannsthal. Paradójica justificación a lo Sísifo de ese retiro definitivo porque lo hacía escribiendo una ficticia Carta que un supuesto Lord Chandos dirigió en 1603 a Francis Bacon. El motivo de la carta era disculparse ante este amigo por su dimisión literaria: “Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío”. El motivo del testamento literario de Von Hofmannsthal era que se había quedado sin palabras, como los antiguos pasatiempos del TBO, que ya no podía explicar el mundo con ellas por "haber perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cosa ninguna", encontrando que "todos los juicios son dudosos, inconsistentes, falsos e indemostrables". A estos desvaríos lleva el mucho leer y a ese viaje con sus pesadas alforjas renuncié de niño, aunque El Samán encontró cómo sacarles provecho. Vaya por él, que me da de comer y de escribir.

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