31 de julio de 2008

Manifiesto por la libertad de lengua

(*) Con el fin de contribuir a la concordia en el espinoso asunto de las lenguas, común y vernáculas, ofrezco este Manifiesto, que se clavará en las puertas de iglesias, orfanatos, supermercados, casas de salud y delegaciones de industria:

1. Las lenguas no son personas jurídicas, ni siquiera físicas, por lo que no son sujeto de derecho. No insistan.

2. Sin embargo, los hablantes tienen derecho al uso de su lengua, como los creyentes a la práctica de su culto, puesto que de cultos y ritos hablamos. Ese derecho no implica más obligación por parte del Estado que la de no estorbar. En absoluto supone la declaración de oficialidad o el reconocimiento jurídico de “lengua propia” para una región, puesto que no hay ninguna comunidad en España con lengua vernácula como única propia ni exclusiva.

3. Las lenguas nacen, crecen, se prostituyen y mueren, como los osos pardos, el abejaruco moreno o los naturales de cualquier lugar, pero no son una especie en extinción. Principalmente porque no son una especie, sino que pertenecen a la misma especie: se pueden mezclar y cuando una se extingue se pasa a hablar en la vecina o en la que a cada uno le acomode. No procede su protección pública porque la extinción de una lengua no afecta a la comunicación entre ciudadanos bilingües ni de éstos con terceros.


4. Pueden considerarse como un bien público siempre que su uso no excluya a otra lengua (el castellano), no sea obligatorio para los residentes en un lugar determinado y sus beneficios (comunicación) se repartan de manera indivisible entre toda la comunidad, con independencia de que los ciudadanos quieran usarlas o no. Las lenguas vernáculas no cumplen estas condiciones hoy. Aunque fueran bienes públicos, el estado no queda obligado a su provisión pública ni gratuita.


5. Las lenguas sirven para comunicarse, incluso para entenderse, no para pedir subvenciones ni para sufragar canonjías. La dedicación al trabajo autónomo por parte de sus hablantes evitaría muchas tensiones y aliviaría notablemente la hacienda pública.


6. Posología de las lenguas vernáculas: se reconoce el derecho de sus hablantes a ser atendidos en ellas por los servicios públicos, quedando los funcionarios correspondientes obligados a entenderlas, que no a hablarlas. Unos modestos servicios de traducción de y a la lengua común y la buena voluntad de esos probos empleados públicos harán el resto, incluso el contento de los sensatos.

7. Contraindicaciones: su abuso puede producir exceso de bilis, ceguera e incluso ruina educativa y social en la zona afectada.

8. Las lenguas de combate están condenadas a la trinchera cuando la común conquistada se sacude de encima las balas de fogueo. Mientras esto no suceda, no se permite la violencia institucional ni social contra ninguna lengua.

9. No hay rentistas de las lenguas: los comisarios lingüísticos serán tratados como los capellanes castrenses y otras almas en pena: se les deja en libertad, sin cargos ni sueldo público.

10. Hay una jerarquía de lenguas, como la hay de novias, amantes, sabores, humores, honores y camisas que ponerse. Esa jerarquía se mide con la capacidad de comunicación y de mezcla que tiene cada lengua y con su apertura a nuevos hablantes. En la cola figuran aquéllas que necesitan subvención e institución para sobrevivir. No se engañen más con el placebo de la igualdad.

Este Manifiesto puede suscribirse íntegra, parcialmente o ser objeto de añadidos por parte del lector, siempre que sea de su puño y letra y al pie del pasquín.


Que disfruten ustedes de unas merecidas vacaciones lingüísticas. No podré atender sus justas reclamaciones hasta dentro de un mes.

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22 de julio de 2008

Cuestión de formas

(*) 1. No sé si han leído en la prensa especializada el rentable caso de la niña que pintaba como Pollock. Marla, que así se llama la criatura, resultó ser una niña prodigio de cuatro años (no se es prodigio a los 40) cuyo supuesto genio artístico hizo la fortuna de su familia. Antes de seguir, un aviso: que no afilen aun los colmillos los padres lectores de esta breve crónica que tengan hijas en edad de ser prodigio. Marla-Pollock empezó vendiendo sus cuadros (su obra, se dice su obra) en una exposición organizada por el bar del pueblo del Estado de Nueva York donde vivía, a razón de 250 $ por cachivache. Al cabo de unos meses ya se cotizaban sus trabajos a 15.000 $, con listas de espera de coleccionistas de todo el mundo. Los detonantes del descubrimiento y subida a los altares del arte fueron un galerista y un artículo en un periódico de provincias que, al poco, fue recogido por The New York Times, consagrando la operación. Pero un programa de televisión, que inicialmente iba a respaldar el salto a la gloria de la niña artista en vísperas de inaugurar una importante exposición en Los Ángeles, descubrió la maniobra urdida por sus padres y allegados: que la niña no sabía hacer la o con un canuto como era propio de su edad. Su caída fue tan fulgurante como su éxito y no consiguió vender un cuadro más.

El mérito de la formidable burla sobre el mundo del arte que representa esta sencilla historia no está en el engaño sino en que sus autores supieron replicar con fidelidad los mecanismos públicos de ese círculo de engaños que es parte del arte contemporáneo. De engaños, no ficciones, por alejarse de la belleza y por reducirla a una estética consoladora de vacíos y consumidora de ocios. Se limitaron a estimular la necesidad de decoración que la gente tiene para adquirir un estatus muchas veces simplemente privado, utilizando cánones de estética bendecidos por el común, en este caso Pollock. La trama tejida por sus padres no tiene nada que ver con los falsificadores famosos de la historia del arte, porque su objetivo no era la precisión sino la seducción. Sólo les fallaron las formas.



2. Hablando de formas y forma, tan distintas, un siglo antes nos avisó, con cierto cinismo, Francis Picabia en su Manifiesto amorfista:

“¡Guerra a la forma!

¡La forma, ése es el enemigo!
De Picasso se ha dicho que estudiaba un objeto como el cirujano diseccionaba un cadáver.
De esos cadáveres molestos que son los objetos, no queremos saber nada.
La luz nos basta. La luz absorbe todos los objetos y los objetos sólo valen por la luz que los baña. La materia no es sino un reflejo y un aspecto de la energía universal. De la relación entre ese reflejo y su causa, que es la energía luminosa, nace lo que se llama impropiamente los objetos y así queda establecido ese contrasentido: la forma.
Nos toca a nosotros indicar esas relaciones. El espectador, el que mira, debe reconstituir la forma, a la vez ausente y necesariamente viva.”

Pone como ejemplo una obra del que irónicamente llama “genial” Popaul Picador, Femme au bain, de la que dice: “Busquen a la mujer, dirán. ¡Qué error! Mediante la oposición de las tintas y la difusión de la luz, la mujer no es visible a simple vista y ¿qué clase de bárbaros podrían reclamar seriamente que el pintor se ejercite inútilmente a [en] esbozar un rostro, unos senos, unas piernas?” Como prueba del delito y en lugar del cuadro del tal Picador, coloco uno del Picabia original (que, por otra parte, tan bien se aplicó a la forma en buena parte de su obra), del mismo año en que proclama el amorfismo, 1913.

Picabia, Udnie (Young American Girl: Dance), 1913.

3. La conexión y la diferencia entre las dos historias la da el sentido del tiempo, la perspectiva histórica pero también la sensibilidad artística que permite el tiempo (aunque no solo). Ese tiempo que Valéry hacía aparecer “cada vez que hay dualidad en nuestra mente”, frente a “la única cosa continua [que] es la noción de presente”. De ambas, perspectiva y sensibilidad como distinción de la belleza ante la mera reproducción, carece Marla-Pollock y el arte contemporáneo que desvela. Tiempo artístico contra presente continuo cuyo estancamiento obliga a fingir originalidad para destacar en medio de la confusión. Con más humor lo decía Picasso cuando le reprochaban que su retrato de Gertrude Stein no se asemejase al modelo: "Descuida, que ya se parecerá...". Nosotros ya nos vamos pareciendo a la niña Marla y su clan.

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5 de julio de 2008

La tisis puede ser curada

(*) En posguerra proliferaban en prensa y radio los anuncios de salvación. Uno de ellos rezaba así de rotundo: La tisis puede ser curada. Por supuesto, no ofrecía ningún remedio solvente más allá de unas cataplasmas de mentol pero prometía algo mucho más valioso, esperanza. No consuelo, sino el optimismo de la esperanza, que es lo propio de una sociedad con ganas de cambiar. La esperanza era el salvoconducto necesario para el progreso por venir, aunque éste no lo viera ya el tísico pero sí lo disfrutaran sus paisanos, que eran los verdaderos destinatarios de la publicidad. La publicidad de la escasez siempre ha ido asociada al riesgo y a la promesa de un futuro mejor. Durante la Gran Depresión una funeraria se anunciaba, con pompa vital: ¿Para qué vivir cuando por 30$ podemos hacerle un entierro magnífico? Aquí entraba en juego el compromiso de servicio y la atención al cliente típicos de la moral anglosajona. El cliente exigía a cambio de su dinero y tiempo empleados y en los años 80 un londinense demandó a la compañía del gas porque falló el suministro cuando iba a suicidarse. La utilidad como sinónimo de felicidad. Los anuncios ofrecen felicidad y hasta las leyes de países con buenas credenciales totalitarias obligan a dar noticias felices. Pero cuando se supera la miseria y la sociedad se estanca en un presente continuo de opulencia, como la actual, la publicidad ha de vender los bienes más escasos, que son acción, valores y distinción. Acción en Cuatro, que promociona su Eurocopa con un dinámico Podemos encarnado por futbolistas matrix que se muestran todopoderosos ante la amenaza de las máquinas infernales. Y valores en los bancos, por supuesto, que siempre han sido la vanguardia de su privatización: el programa de Acción Social de Bankinter proclama que Somos distintos, para que todos seamos iguales (y recibió el "Premio Empresa y Sociedad 2006" en la modalidad de "Mejor Acción Social apoyada en Productos y Servicios”, entregado por SS.AA.RR. los Príncipes y aplaudido por las ONGs allí presentes). El anuncio añadía el subtítulo, vergonzante y un poco innecesario, porque para Bankinter, la capacidad de una persona no la marca su discapacidad. El mutilado pasaba de caballero con reserva de asiento en el metro y medalla de respeto en el pecho a excusa de asiento contable y producto publicitario del brazo financiero del Estado.

Sin embargo, la publicidad, como la novela, mantiene unas constantes por encima de las épocas de necesidad, abundancia o acumulación de ajuar social, como fueron los 60: la felicidad y el desafío al conformismo con que Zanussi anunciaba su nueva lavadora automática. Ambos rasgos fabrican un mundo de ficción que demuestra que la publicidad no es sólo un género literario sino también artístico.


Los anuncios de la tisis, el entierro y el suceso del gas revelaban hechos cotidianos, atendían situaciones personales y ofrecían compromisos de las respectivas empresas para solucionarlas. Su mensaje era literario cuando el soporte, prensa y radio, no daba más de sí, hasta que el invento de la televisión hizo que saltara a la imagen y el de los actuales medios de comunicación instantáneos, teléfono móvil e internet, al color como principal impacto. Curiosamente, a medida que desaparece el analfabetismo oficial se vuelve a los métodos visuales de la Edad Media para ilustrar al pueblo y ser eficaz en el mensaje. No es una paradoja, puesto que se busca la simplificación en una sociedad confusa y, de paso, la simplicidad del cliente.

Con el color como verdadero producto, más allá de su anuncio, se reconstruyen y apropian patrias que se escondían por vergüenza hasta hace un suspiro, La Roja, y se conquistan plazas públicas antes ocupadas por el enemigo: Plaza de Colón – Zona Cuatro. O se fundan partidos políticos que fían el conocimiento y éxito de público a colores llamativos y aún no ocupados por sus rivales. La ampliación del negocio que se pretende con la venta de un producto nuevo -aunque de género viejo- a través de un color ya fue bautizada por Goethe como tendencia a la universalidad. En prosa, ocupación de mercado. La teoría de los colores de Goethe se acerca más a la identidad que lo moderno persigue entre el fenómeno que se quiere vender y su percepción por el potencial cliente: “Cuando el ojo ve un color se excita inmediatamente, y ésta es su naturaleza, espontánea y de necesidad, producir otra en la que el color original comprende la escala cromática entera. Un único color excita, mediante una sensación específica, la tendencia a la universalidad. En esto reside la ley fundamental de toda armonía de los colores...” (Teoría de los colores).

Qué afán por distinguirse para ser iguales cuando ya eran iguales sin necesidad de ser condecorados con la distinción.

(Edward Burtynsky, Cadena de montaje en una fábrica china)

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