30 de julio de 2009

Nada que decir(se)

(Robert Longo, Serie Men in the cities, 1979)

(*)
Reconocerán ustedes que no hay nada peor que encontrarse a una antigua amante en un chaflán. El chaflán es una zona de tránsito donde no se puede ignorar la sorpresa, mientras que la esquina es de paso fugaz y olvido libre. Hacía diez años que no la veía y faltaban otros cincuenta para que tuviera ganas de hacerlo. En total sumaban una eternidad cetrina y plana, inmune a cualquier acción que quisiera darle relieve y en la que la vanidad hacía de grotesco disolvente. Cuando se ha estado tanto tiempo a merced del silencio y creyendo que se sabe todo del otro, la educación se impone a cualquier otro impulso, sea violento, judicial o el mero deseo de perderse de vista definitivamente. El metódico y meritorio plan de no encontrarse mutuamente es sustituido por una cortesía tan inútil como vicaria de la cobardía. Nos educaron sin miramientos, así que nos metimos en uno de esos bares de compromiso que abren en los chaflanes para resolver este tipo de embarazosa situación, pedimos bebidas de compromiso y nos sentamos ladeados, mirando el reloj y añorando la hora siguiente.


El bar era tan mínimo como el expediente que había que resolver: tres mesas pegadas a la pared con tres sillas cada una de ellas, una de las cuales enfrentaba al cliente de turno a una pintura de gotelé de un amarillo grisáceo sin adornos; una barra corta, salpicada de raciones envueltas en un plástico aséptico y sin taburetes que pudieran hacer parroquia; un hueco abierto que daba a la cocina y una cafetera ruidosa situada en el centro que parecía un altar esperando incautos. El local lo llevaba sola una mujer algo entrada en carnes aunque todavía joven y de una belleza hermética que evitaba mirarte a la cara cuando le pedías algo, más por protegerse de la oferta de tedio ajeno que por hostilidad. Se movía con una determinación que ninguno de los clientes esperaba de ese lugar; su diligencia estaba más cerca de querer borrar algún pasado que de ninguna necesidad del oficio. Limpió una mesa recogiendo los restos meticulosamente y llevó los platos a la cocina, los apiló en el fregadero formando una torre simétrica con los cubiertos alineados a un lado y los vasos al otro, giró el grifo contra la pared y se sentó a comer un plato ya mediado mientras daba vueltas en el fogón a un filete solitario. Terminó de comer, dobló escrupulosamente la servilleta, encendió un cigarrillo, limpió la plancha, fregó los platos y el suelo de linóleo sin tener que moverse de la misma baldosa, cerró el armario sobre el fregadero, volvió a sentarse en la única silla, alineó los pies juntando las rodillas, irguió el pecho sin por ello levantar la vista y se quedó escuchando sin interés los ruidos escasos y sordos que venían del bar. El primer sol de la sobremesa dibujó en el suelo la misma raya ancha, sucia y fiel de todas las tardes: se levantó a enderezar la varilla de la persiana que la producía hasta conseguir un tono uniforme de sombras. La precisión de sus movimientos parecía obedecer a algún plan secreto de someter el lugar a un riguroso catastro que registrara cualquier línea de fuga y midiera cualquier horizonte, empezando por el propio, impidiendo cualquier atisbo de aventura que pudiera hacerle reconocer y huir de la sordidez del local y su trabajo. Con cada gesto exacto mostraba las ausencias que quería esconder, tantas como los huecos que se hacía en el flequillo apelmazado con un tic de dos dedos. Su propósito de evitar vínculos era tan minucioso que lo llevaba a cabo con tanta falta de avidez como de piedad. Volvió a la cocina, recogió algo inconcebible del suelo, enseñando al agacharse un escote rotundo y limpio del que ya no era responsable y que pedía cometer delito de desorden. Salió a cobrar.

(…)

- No me has hecho caso; ni siquiera te has tomado el café, escuché decir de repente al motivo de estar allí, despertándome de la realidad. La verdad es que estaba tan ingeniosa como siempre.

(*) Publicado en Nickjournal el 7 de julio de 2009

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23 de julio de 2009

Baltimore y Miss Hon


(*) Con la llegada del verano se unen las estaciones en Baltimore a través del concurso de Miss Hon, el festival de homenaje a la mujer trabajadora que se celebra cada año bajo el sarcástico lema de The higher the hair the closer to God! Esta vez la reina ha sido Surreline, rotunda en carnes y simpática en belleza. Pelucas con armadura y quilos de laca y pintura consiguen peinados que desmienten cualquier tentación de acercarse a Dios desde que la crisis industrial de los 70 convirtió el barrio de Hampden en la meca de la white trash. El barrio se quedó paralizado en su última época de esplendor, los sesenta, cuyo estilo recrea fielmente el concurso de Miss Hon desde 1994. Lo que celebra realmente Miss Hon es un estilo de vida chillón que se exhibía con orgullo cuando la minifalda, el salario seguro y la sensación de progreso por trabajar en una fábrica empezaron a permitirlo.

El festival ocupa una sola calle, la principal de Hampden, conocida pomposamente por The Avenue (una declaración de independencia para una calle) y repleta de peluquerías, bares excéntricos, parados sin seguro, pirados sin cuota pero con ritmo, tiendas de ropa y bisutería extravagantes, un par de farmacias emboscadas y algún anticuario más cerca del rastro que del mueble con pretensiones de otorgar un pasado con estilo impostado a su comprador. En sus extremos se sitúan dos escenarios modestos, el destinado a los grupos musicales que atacan con la voluntad propia del barrio temas de Johnny Cash, country, swing y todo lo sixtie que se tercie, y el principal destinado al concurso de las Miss, tanto la infantil como la madre, pues madres y abuelas son las que compiten. Suben al escenario las vecinas ataviadas con mandiles de cocinar adornados con lentejuelas, rulos y gorros de dormir, tules ilusión imperdible, embutidas en batas tanto caseras como de calle, luciendo unos vestidos chillones de satisfacción con pecheras de rosa y fucsia brillante que no dejan lugar a la duda. Suben orgullosas de ser vecinas de Hampden y seguras de superar las curiosas condiciones del concurso: “no se requiere ningún talento”, aunque se valoran habilidades ocultas como cantar, contar una historia sobre la vida del barrio, recitar algún ripio mordaz en la jerga local o tocar algún instrumento improvisado. De hecho, una Miss Hon ganó por interpretar Take me out to the Ball game en un xilófono hecho con botellas de refrescos. Además, la ganadora tiene que estar dispuesta a desfilar en los principales acontecimientos del año: Navidad, Día de Acción de Gracias, 4 de Julio y Halloween. Una de las jueces presume de su competencia con humor: pedir unos estándares exigentes y haber seguido diez años de terapia con posibilidad de encontrarse bien ahora. Ser elegida reina por un año en un barrio que sólo produce noticias de programa municipal de festejos y recibe los turistas justos es la principal aspiración para sus mujeres. Así cumplen la divisa del festival: Honor the Working Women of America.

Lo que en el humilde, -y hasta ahora autónomo- Honfest de Hampden es festivo sin concesiones a la tragedia ni a la ternura, sin consagración ni adjetivos, se hizo cultura basura desde John Waters y su musa Divine. El género trash y la estética cutre empieza con Pink Flamingos cuando Divine proclama sus principios y no los cambia por otros: ¡La porquería es mi política!, ¡la porquería es mi vida! Hay una ruta turística, poco difundida y discreta, como es propio de Baltimore, pero que cuenta con sus devotos y lugares de culto, incluyendo la peluquería donde se corta el pelo el director de Hairspray, la tumba de Divine (menos secreta que la de Poe, como era previsible), el museo donde se exhibe una gigantesca estatua de la diva y hasta el lugar donde se rodó la escena final de Pink Flamingos.


(Gertrude Stein, por Carl Van Vechten, 1935)
En una ciudad que produce imágenes tan esquivas como famosas empezó Gertrude Stein su carrera por parecerse al retrato que aún no sabía que le haría Picasso. En la Universidad John Hopkins estudió lo justo de medicina para saber la diferencia entre melancolía y nostalgia y para evitar ambas, con ayuda de su carácter, ambición y posibles, sin saber que terminaría por sentir nostalgia forzosa de su propia cara. Genial y paradójico producto de la burguesía del XIX, dejó la medicina porque le aburría y no soportaba “lo anormal", dedicándose desde entonces a una metódica anormalidad de vanguardia, es decir, destinada a ser normal. Afectada por el cubismo, al que consideraba un movimiento pictórico español, dijo que “Estados Unidos y España son los dos únicos países occidentales que pueden realizar abstracciones. En el caso de los norteamericanos, la abstracción se expresa mediante la despersonalización, en literatura y en la creación de máquinas, mientras que en el caso de los españoles se expresa mediante unos ritos tan abstractos que no guardan relación con nada, salvo con el rito en sí mismo”. No fue en su Ser norteamericanos donde lo dijo sino en la Autobiografía de Alice B. Toklas, la que fue su amante.

En Baltimore hay más cosas pero todas se hacen sombra el día de resplandor de los restos de la clase trabajadora reconvertida en su propio espectáculo, no en alguno ajeno. Aquí vivió Poe, cuyo bicentenario se celebra este año, escribió, se casó con su prima Virginia Clemm, de 13 años, murió y tiene tumba y museo propios. El Dr. Hannibal Lecter trabajó y fue sentenciado a nueve cadenas perpetuas en el Hospital Forense del Estado. La serie policiaca para televisión The Wire transcurre también aquí. La cerveza Resurrection compensa con creces excesos culturales pero es difícil de encontrar. Al final queda el poso de las oleadas de trabajadores inmigrantes con lenguas tan diversas que obligaban a Paula Rachtleff, veterana del barrio de Fell’s Point, a aprender cinco idiomas para poder jugar en la calle cuando era niña. Y los sucesivos muelles, astilleros, fábricas textiles, cierres, despidos, miseria y esplendor que se resumen con lealtad alegre en Miss Hon, John Waters y Divine.