24 de septiembre de 2009

Nunca revises los neumáticos si sales de vacaciones (I)

(*) … porque no tendrás sorpresas en ese programa anual de organización del tedio. Un pinchazo indignante, aunque sin filtraciones periodísticas, me dejó tirado en la Nacional 320. La carretera había conocido mejores tiempos, de un esplendor provinciano pero orgulloso de sus largas rectas, con sus cambios traicioneros de rasante y su cupo de accidentes exigido puntualmente como tributo silencioso a los forasteros, al que los lugareños se sentían secretamente acreedores. La antigua ruta empezó a morir con la inauguración de una autovía sólo deseada por las autoridades de la ciudad y por la epidemia de seguridad vial que aquejaba a todo el país y había convertido a sus conductores en coleccionistas avaros de miedo tasado en puntos.

El caso es que pinché a la altura del Km. 170 y de una tarde de domingo en caída libre, sin posibilidad de recurrir a una grúa que me sacara del exotismo improvisado y me devolviera al preciso programa vacacional que había trazado. Había elegido la carretera como atajo y no como pretensión de exclusividad perdida, así que, descartadas la nostalgia y la paciencia como motivos de aventura, recalé en un tugurio tras un torpe y largo cambio de rueda digno de peor causa. El lugar tenía un solo y desvencijado rótulo de coca-cola que lo distinguiera de una funeraria o un taller. Al menos tenía la decencia de no llamarse “El Frenazo” o “Curva peligrosa”. Exhibía unas gigantescas letras negras sobre las ventanas de su fachada lateral que componían el triste y original título de “HABITACIONES”. Anunciada la amenaza con honestidad por parte de la dirección del local cometí la tan inevitable como cortés pregunta de si tenían dónde dormir. Al cabo de un buen rato, cuatro desganados pases de bayeta por la barra y con desidia de quien se sabe una ruina tan lenta que los demás no podrán nunca advertirle de su inexorable descomposición, una mujer entrada en carnes me acompañó a una de las avisadas habitaciones. Bajo una luz mortecina de 40 vatios que pretendía alargar en vano el tiempo de cierre, se adivinaba un mobiliario familiar en desuso al que muebles nuevos habían arrumbado en un tímido intento de diseño e inútil de renovación en alguna tienda de algún cercano y anónimo polígono industrial, que hoy debían adornar la no menos triste vivienda de los dueños del bar. Destacaba como pieza principal una cómoda de color indefinido con cajones labrados y huérfanos de toda historia, en los que era imposible rastrear cualquier drama personal al haber sido despojados de todo rastro humano precisamente por el trasiego continuo de humanidad indiferente por aquellos cuartos. Completaba el esperanzador espectáculo una misántropa mesilla de noche con su orinal desvencijado pero limpio en su tétrico interior y un espejo de un rococó vencido por el paso del tiempo y avergonzado por la pintura desconchada de su marco. La impresión que producía el cuarto era la de un combate en permanentes tablas entre la apatía y la angustia sin huésped que hiciera de árbitro y se atreviera a sacarlo de su estancamiento. Al panorama no cabía oponerle más que literatura de ocasión, de la que ya había recorrido un trecho, o un par de copas como antídoto hacia las que me dirigí con urgencia al bar de abajo.

(Continuará)

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