27 de octubre de 2009

Ruinas del humanismo

(Robert Polidori, Auditorium in school #5, Pripyat, 2001, serie sobre Chernobyl)

(*) Fue la televisión, a partir de 1946, el mayordomo que remató al humanismo mediante un tiro de gracia, puesto que éste ya vivía una época de gracia, la concedida por el aura mágica del libro: una prórroga de su incapacidad para transgredir su sentido antropocéntrico de la naturaleza del hombre, precisamente preguntándose por su esencia. Entendiendo el humanismo como un factorial del hombre como animal racional, en el que n es ilimitado pero compuesto sólo de números naturales. Su verdugo empezó siendo la radio, desde 1918 y con la I Guerra Mundial como primer escenario de escombros, pero la voz no tenía suficiente fuerza: le faltaba la imagen, que sustituiría al lenguaje escrito como medio de emancipación del hombre pero también de domesticación de masas y organización de sociedades. El humanismo burgués era un proyecto emancipador idealista y dirigido a través de la escuela, domesticador por tanto. Su fe en el libro es, sin embargo, herencia del mundo antiguo. La II Guerra Mundial pondría fin a la función en un teatro en ruinas sobre el que ilustres humanistas como Zweig y Márai celebrarían el oficio de difuntos. En su caso y en su favor, con toda la dignidad de sus trayectorias literarias y personales y con la coherencia de sus suicidios, puntualísimo, casi premonitorio, el de Zweig.
[...] Después me marché y sentí vergüenza frente a aquella anciana y buena señora que, de una manera ingenua y sin embargo verdaderamente humana, había sido fiel a la memoria del difunto. Pues ella, aquella mujer sin estudios, al menos había conservado el libro para acordarse mejor de él. Yo, en cambio, me había olvidado de Mendel el de los libros durante años. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido. (Mendel el de los libros, Stefan Zweig)
El forense de la defunción del humanismo fue Heidegger, que supo ver su limitación como subordinado del lenguaje: “Si el hombre debe alcanzar un día la vecindad del ser, es preciso primero que aprenda a existir en lo que no tiene nombre” (Carta sobre el humanismo). Sobre las ruinas de dos guerras mundiales y dos genocidios europeos, escribe la Carta en 1946, publicada un año más tarde. Ésta surge de la pregunta que le hace su joven admirador, Jean Beaufret: ¿Cómo volver a dotar de sentido al término humanismo? En su respuesta, Heidegger no cede a la propuesta de resurrección, imputando a la pregunta la intención de conservar el término: “Me pregunto si es necesario. ¿La desgracia que implican etiquetas de este tipo no es todavía lo suficientemente manifiesta?” Desgracia que atribuye al origen y efecto publicitario del tipo de término (–ismo) y, por tanto, a su poder neutralizador del pensar sobre la substancia del hombre, ya que el lenguaje envuelve dicha esencia y la publicidad es su modo de difusión masivo. Heidegger amplia el tiro y se dirige contra los planteamientos de Sartre en ¿Es el existencialismo un humanismo?, cuya primera versión se publica poco antes, en 1945.

A su vez, el reconocimiento y la respuesta a Heidegger vienen de la mano de Sloterdijk, quien define el humanismo en su Normas para el Parque Humano como “telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito. Eso que desde la época de Cicerón venimos denominando humanitas es (…) una de las consecuencias de la alfabetización. (…) En el núcleo del humanismo así entendido descubrimos una fantasía sectaria o de club: el sueño de una solidaridad predestinada entre aquellos pocos elegidos que saben leer”

Hoy, mientras sucede en la clandestinidad el debate filosófico (tan secreto que corre el peligro de deslizarse hacia la cábala), el combate entre los restos del humanismo y su ruptura por una ontología que reclama interrogarse por la esencia del hombre, los nuevos y corteses bárbaros se imponen a gritos en medio de la confusión. Protagonizan tanto el circo como las gradas y la antigua posición del césar, campando por nuestros respetos y blandiendo agresivamente viejos valores humanistas como la paz con el descaro y la arrogancia de quien se sabe juez, parte y tribunal de apelación. Va siendo un mientras tanto largo, marxiano en el sentido de histórico, pero desesperanzado de esa revolución que iniciaron Wittgenstein y Heidegger. Puesto que de fabricar vasallos va, el concierto de La Habana avasalla: logra tanto la comunión de masas como se apropia del símbolo –la Plaza de la Revolución- y se organiza desde el negocio del poder, la alianza entre dinero (un sector de Miami) y dictadura, con el apoyo de algunos disidentes, lo que estrecha el margen. Frente a la paz de los bárbaros que asola una de las mejores músicas que lleva tiempo haciéndose, la cubana, cabe oponer la única cura de paz posible, la del pensar y la liberación de viejos dominios del poder de esos mercenarios. Dado el panorama, se echa de menos al ilustre humanismo.



Etiquetas:

2 Comentarios:

Blogger Elvira escribió...

Muy bonita reflexión, Bartleby; melancólica, inevitablemente.

9:54 p. m.  
Blogger Bartleby escribió...

Gracias, Elvi54.
Reflexionar sobre las ruinas es inevitablemente melancólico, como bien dice. Y puede que contra esa melancolía no quede más vacuna que poner en evidencia los aspectos del moribundo que contribuyeron a su estado, para no consagrarlo cuando sea cadáver, que es lo que suele hacerse.

12:23 a. m.  

Publicar un comentario

<< Principal