16 de marzo de 2009

Público y privado

Y tú, ¡qué miras!

(*) Una pareja, en un momento privado (no íntimo), se ve sorprendida por el fotógrafo, un fedatario público sin más acreditación (en este caso, ya que no representa a ningún medio) que su propio oficio. El hombre se vuelve airado hacia él y le insulta porque cree violada su intimidad, fase superior de la privacidad. Lo contará años después el fotógrafo, cuando la serie a la que pertenece la imagen se haya hecho tan famosa que ya es canon de lo público. La acción transcurre en el parque de una ciudad, espacio simbólico de lo público, y frente a unas viviendas, refugio de la intimidad. En ese parque la subjetividad es una ilusión, de modo que la privacidad está cautiva por la naturaleza del sitio. El único personaje privado de esa imagen es el hombre, no la pareja, porque es el único que al rebelarse pone de manifiesto, por contraste, su espacio personal, su intimidad, considerando ésta como una condición exenta de mercadeo y definitoria de la personalidad de cada cual, a diferencia de la privacidad. El hombre ha pasado de sujeto anónimo, impersonal, a objeto público, sin voluntad; de género neutro a segunda persona en la narración, con la misma arbitrariedad con que un figurante tiene que interpretar de repente el papel principal de la función -representación pública- por incomparecencia del actor titular.

Hay un factor añadido en la violación del espacio privado de este hombre: su raza. Que sea negro es relevante en este súbito paso de frontera entre privado y público porque esos dos ámbitos de los negros son más reducidos en la época que se toma la foto, los 50. Y otro elemento, principal, además de que el asalto a la privacidad suceda en un parque público: que es parte de un trabajo que retrata personajes en situaciones públicas y representando símbolos, aunque ellos no sean conscientes de estar en esa circunstancia ni de concurrir a leyendas futuras (que, por cierto, con el tiempo les serán propias). Podía haber sido un guardia quien les sorprendiera pero ha sido otro tipo de agente del orden público: el fotógrafo, que ha sobreexpuesto las casas del fondo para realzar los personajes. Es un agente del orden porque lo refunda con su autoridad (prestigio), y público porque amplía ese espacio con la capacidad que tiene de otorgar fama a los personajes que retrata y situaciones que interpreta. Los petrifica en símbolos. Aquí el fotógrafo es un matón que se abre paso a codazos en el bar ambulante de anónimos, famosos y símbolos. Es un matón porque su oficio lo convierte en un personaje público: está siempre en acción y pertenece a una categoría humana, no es singular. Así que el fotógrafo es un espía al servicio de la majestad de lo público, un observador omnisciente y omnipotente que contempla lo que sucede y a quién le sucede, transformando con su mirada y, sobre todo, con el posterior mecanismo público de exposición y venta las acciones que ocurren. Frente a ese proceso, la pareja queda sometida a la incertidumbre, ya que deja de ser dueña de su tiempo, espacio y acción. La protesta del hombre sólo levanta acta con impotencia de esa desigualdad entre dos contendientes.

Pero la cuestión no es sólo que la escena transcurra en un ámbito público, sometido por tanto a leyes ajenas al dominio de lo privado, del individuo estricto, sino también que la pareja (nosotros) está expuesta a la mirada de alguien que puede hacer públicas sus vidas publicándolas. Sin apelación posible por parte de los convertidos, por mucho que se rebele inútilmente en insulto el hombre atrapado. La servidumbre de paso de lo público por terreno originalmente privado es la primera fase de la transformación. La de dominio es su consecuencia. Ignorarlo pertenece a la utopía social de soñar mundos sin criados. Pero resignarse a los códigos y mecanismos de ese dominio (no al dominio mismo, ineluctable) es ser un criado.

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Fe de imagen: Robert Frank: San Francisco, 1955. (Swiss Foundation of Photography).

(Publicado en Nickjournal 9 de marzo 2009)

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10 de marzo de 2009

Los Americanos

(*) El pasado mes de enero coincidieron en el mismo lugar dos acontecimientos americanos: la inauguración de la presidencia de Obama y la exposición conmemorativa del 50 aniversario de la publicación de The Americans, de Robert Frank, la serie fotográfica ya canónica de ese país.

Inauguraciones y conmemoraciones son los principales hitos del mito, su apertura y consagración. Y los mitos son muy queridos por las sociedades jóvenes, tan huérfanas de historia y cultura como ocupadas en hacérselas. Pero no necesariamente en enterrarse con ellas como si fueran un sudario de lujo. La ceremonia de coronación de Obama se ha celebrado como la inauguración de una nueva era, siguiendo el mismo guión que cada nuevo presidente representa con fidelidad al tomar posesión. Ese periódico inaugurar el mundo no es una vocación americana de ave fénix, sino una retórica siempre sujeta por las riendas de la utilidad y que –paradójicamente- sirve a la tradición. De ahí que los símbolos den paso rápido a la acción de gobierno y exigencia social de resultados, con el añadido de la urgencia económica del momento. La nota de nostalgia por la monarquía perdida suele ponerla el papel que se reserva en la ceremonia a la Primera Dama, a las Infantas y a la Corte de cómicos amigos, sin que haya por qué ver en ello la fundación de ninguna dinastía. Como no lo fue la de los Bush, más por incompetencia de Bush Niño para la historia (para saber en qué época vivía) que por falta de voluntad de Bush Padre. Pero esos ritos no pasan de tener un papel secundario en la fabricación de mitos para un país que ama el pragmatismo por encima de todo y que, por tanto, relega instituciones simbólicas como la Monarquía u ordenadoras de la sociedad, como Cultura e Historia, a extravagancias europeas. Hasta las consideran un cierto lastre para el progreso, que es su empresa.

Nación, Dinero y Dios son mitos fundadores pero no Historia que limite su vida como sociedad. Una gestión útil y cotidiana de los símbolos los ha secularizado para convertirlos en espectáculo, presente continuo, compañeros de cama. No circula escondido el sentido de culpa propio de los viejos y, por tanto, no hay necesidad de expiación, fantasma tan querido por los europeos. Liberados de ese peso hacen de la utilidad virtud y agente organizador de la comunidad.

Robert Frank: Desfile - Hoboken, New Jersey, 1955.

Y en eso llegó Robert Frank, con su ordenado método de trabajo, su intuición y saber mirar. Recorrió el país de punta a punta en un viejo coche usado y retrató los símbolos apeándolos del altar del mito pero extrayéndoles todo su significado. Hizo de los personajes y situaciones postes indicadores de una carretera que encontraba, no evocaba, los horizontes perdidos. Los unió con vínculos que son el deslinde del catastro americano y dieron estabilidad a encuentros azarosos y rechazos entre ellos. Vio esos fragmentos, los cosió con la realidad que llevaban en su interior y se volvieron memorables. En su minucioso plan fotográfico de revelado y selección drástica de la serie de 83 fotografías que forman The Americans, utiliza las líneas de fuga, los rasgos de unas caras o detalles decorativos secundarios como nexos de unión que dan un sentido común a situaciones independientes. Así consigue secuencias de tres o cuatro imágenes que transmiten movimiento y temporalidad a lo mostrado. Y consigue, sobre todo, romper los tópicos sin huir de su realidad.

Tenía que ser el americano más profundo de su generación literaria, Jack Kerouac, quien reseñará en forma de prólogo el libro Los Americanos: “Esa loca sensación en América cuando el sol calienta las calles y la música sale del jukebox o de un funeral cercano, eso es lo que Robert Frank ha capturado en tremendas fotografías (…) y con la agilidad, el misterio, el genio, la tristeza y el extraño secreto de una sombra ha fotografiado escenas que nunca antes habían sido vistas en una película. (…) Después de ver estas imágenes, terminas por no saber si un jukebox es más triste que un ataúd. ¡El humor, la tristeza, la TOTALIDAD [sic] y americanidad de esas imágenes!”

Cafe - Beaufort, Carolina del Sur.

(Publicado en Nickjopurnal 4 de marzo 2009)

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6 de marzo de 2009

Palestina

(*) Si hay un síntoma de vejez es perder el impulso de escribir, de no callarse. O que un tema, un suceso, se pudra hasta hacerse tan previsible que no admita crónica. El conflicto de Palestina, por situarlo en su nombre geográfico y político de origen moderno, se ha hecho viejo a fuerza de debilitar cualquier esperanza de solución equilibrada, de equidad. Y de justicia, en su sentido de derecho, de derechos históricos y presentes de los miembros de ambas comunidades. Derechos cuya equivalencia no puede suponer equidistancia respecto al modo de reclamarlos y ejercerlos por ambas partes. El paso del tiempo le ha sentado mal a la región, que se ha enquistado en la costumbre de perder, sobre todo los palestinos. Se ha perdido la inocencia (en forma de esperanza) y con ella buena parte del futuro. Ya no se puede ser testigo infantil de una guerra que se va quedando con un solo posible dominador. ¿Qué guerra puede perder ni ganar quien carece de armas y del apoyo internacional de Estados Unidos y Europa? Cuando la guerra no es duelo igual entre iguales se queda en un duelo fúnebre anunciado.

El gueto de la franja de Gaza: las condiciones que lo definen, el bloqueo y las restricciones a una vida medianamente digna de sus habitantes son tan conocidas que no hace falta hacer inventario. La invasión del gueto no es ninguna guerra, es un asalto más de un combate que Israel plantea como misión histórica para consolidarse como único estado en Palestina y como estado hegemónico de la región. No hay novedad, sólo más muertos en menos tiempo, número y ritmo, de los que se puede permitir cierta conciencia occidental. Es de la misma naturaleza que los asaltos anteriores, de Sabra y Chatila hasta los “asesinatos selectivos” y la “desconexión” de 2006 que inauguró el gueto, pasando por la clave que ha cambiado la política en la región: la progresiva y constante colonización -desde 1973- de los territorios palestinos mediante los asentamientos, muros y separación entre localidades. Si sólo ha variado el grado de la presión hacia los palestinos, no su tipo ni instrumentos, ¿cómo condenar la invasión y los bombardeos de Gaza sin haberlo hecho antes con los otros episodios y con la misma existencia del gueto? Yendo a la cuestión original: si se reconoce el derecho de Israel a existir como Estado dentro de unas fronteras seguras, ¿cómo no reconocer del derecho de los palestinos a su propio Estado, independiente y sin tutela?

El aislamiento forzoso del gueto produce una mitología privada que se refugia en el extremismo de ropaje religioso y sólo tiene salida como resignación o violencia. No hay el menor atisbo de un Estado palestino independiente, con fronteras, aduanas, competencias, unidad territorial y solvencia institucional equivalentes a las de quien reclama para sí el dominio en exclusiva –pero excluyente- de Oriente Próximo, Israel. La tercera generación de palestinos (en cuenta orteguiana, desde 1948) en el forzado exilio interior es la primera que lo sabe: sólo pueden aspirar a una autonomía tutelada, sin soberanía ni ejército ni control de fronteras propias, y sometida a los cambios de política de los gobiernos de turno en Tel Aviv, como lo demuestran los asentamientos, el aislamiento de poblaciones y las restricciones de movimientos de sus habitantes en Cisjordania. Vergüenza, propia y ajena, de tres generaciones pérdidas, con la cuarta en ciernes y probablemente más volcada al exilio hacia los países vecinos. Salvo que recuerde las humillaciones y le entre el pánico, en forma de violencia. A esa combinación le llamamos terror.

Los muertos: casi mil cuatrocientos es, paradójicamente, una indeterminación, un escondite moral. Tomados uno a uno adquieren forma y contenido. Unidos por la misma circunstancia, la agresión de Israel a Gaza, son una denuncia. Llevar la contabilidad de los muertos puede ser macabro; no llevarla cuando todos son del mismo bando es grotesco. Así, lo grotesco se convierte en una mueca de lo macabro, una parodia para eludir la realidad. Se habla de desproporción en el uso de la fuerza por parte de Israel, lo que implica una cuota e intensidad aceptables de muertos y un consiguiente exceso, el producido por los bombardeos, cuyo umbral hace saltar la alarma de la conciencia. Pero la conciencia, como toda categoría moral, no puede depender de la cantidad, aunque sí de los hechos y las decisiones políticas que los producen.

La estrategia política de Israel se basa en una firme decisión de evitar cualquier estado palestino que pueda equilibrar la distribución de poder regional. Firme y cada vez más unánime decisión, soportada por mayorías parlamentarias y apoyos sociales -la inmigración rusa de los últimos 15 años- crecientes. La desaparición del rol de halcones y palomas, Likud (= consolidación) y laboristas, otorga mayor fuerza y solvencia a ese planteamiento de seguridad nacional, con la simétrica reducción de las posibilidades de los palestinos de instituirse como Estado. Los instrumentos de esa estrategia son:

1) la hegemonía militar en la región, para la cual dispone de superioridad técnica, la exigencia de desarme de los palestinos, el atraso militar de los ejércitos árabes vecinos y la exclusividad nuclear. Y la hegemonía política, con una Siria proscrita y autista, relegando a Egipto y Jordania a la condición de espectadores y chambelanes de negociaciones placebo como Annapolis.


2) la táctica del vencido a plazos, manteniendo a un enemigo desarmado o, al menos, estéril ofensivamente, cuyo extremismo justifica episodios de agresión o una estrategia de colonización.


3) de la negociación y sus escenarios alternativos se ha pasado al ejercicio arbitrario e incierto de la gracia por parte de Israel como único horizonte para los palestinos. La primera implica cesiones mutuas; la segunda necesita de un protocolo que distraiga de su discrecionalidad y condescendencia. Annapolis es ya la negociación como liturgia, sin resultados tangibles. Al no haber una relación equitativa entre dos comunidades que habitan un mismo territorio, toda negociación está condenada a ser una concesión graciosa del dominante.


4) la división del rival -facilitada por éste hasta la guerra civil entre Hamás (= fervor) y Fatah (Movimiento de Liberación de Palestina)- en dos facciones enfrentadas, reduciendo su capacidad negociadora.


5) negar la condición de interlocutor, más allá de la interlocución circunstancial, a los representantes de los palestinos, aunque hayan sido elegidos democráticamente. Arafat fue calificado como un obstáculo insalvable a cualquier negociación. Sin embargo, su muerte no dio vía libre a una negociación. Por su parte, Fatah, el perdedor del actual conflicto, dejará de ser representativo de los palestinos como interlocutor de Israel.


6) la vuelta a las relaciones bilaterales privilegiadas, con Estados Unidos en primer lugar, frente a cualquier planteamiento y resolución multilateral del contencioso con los palestinos, mediante la apropiación del conflicto por parte de Israel, su creciente carácter local, con un papel menguante de la comunidad internacional. A ésta se la relega a una función asistencial; en especial, a la ONU, limitada al despliegue de sus agencias de ayuda humanitaria y sanitaria. El bombardeo de uno de sus edificios y las consiguientes disculpas oficiales del gobierno israelí se convierte así en simbólico. Por su parte, la estrategia de Hamás de querer implicar a la comunidad internacional utilizando militarmente esas instalaciones para provocar el correspondiente bombardeo y cuota de muertos, se muestra cada vez más inútil ante la indiferencia mundial. No es casual que la función que el gobierno israelí reserva a esa entelequia cesante llamada comunidad internacional sea el control del desarme de Hamás, que se extendería a Fatah o cualquier otra organización palestina si se desmandara.


A propósito del fundamentalismo nacional que ofusca a Israel y del religioso a Hamás, viene una malicia de Gide dedicada a Paul Claudel (citada por Márai en sus Diarios, 1984-1989): “Claudel piensa que puede llegar al cielo en coche-cama”. Israel cree que puede fundar su reino en la tierra en tanqueta, y sin duda lo está consiguiendo. Pero aún es pronto para saber si podrá salir de ella.

(*) Publicado en Nickjournal 19 enero 2009.

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